jueves, 16 de mayo de 2013

EL CLUB DEL PELÍCANO


Conocí a alguien que le llamaba pelícano, y a otro que le llama polígamo, este último también llamaba Jeringuer a la cerveza Heineken. Hablo de los polígonos, de los polígonos industriales.


Poca gente sabe que en estos lugares habitualmente desangelados, parcos en detalles arquitectónicos, con calles anchas plagadas de camiones de reparto, remolques y camionetas, se esconden pequeños rincones culinarios que dejarían a la altura del betún a cualquier banquete romano.

Dimos demasiadas vueltas, el GPS tenía ganas de juerga y nos hacía girar dos o tres veces una misma rotonda, salir por una salida equivocada o entrar por una entrada errónea. Pero, finalmente, cuando por fin el satélite salió de su pedo mental y el endemoniado aparato se reubicó, llegamos al lugar.
Bruce no se equivoca, cuando él me lleva a un lugar lo hace con conocimiento de causa. Dice mi padre que se odia más a un mal consejero que a un enemigo; Bruce lo sabe y sabe que no puede aconsejarme un lugar donde comer sin cerciorarse que ese lugar estará a la altura de mi paladar.

Eran las nueve de la mañana de un lunes cualquiera, Bruce había dormido, como es su rutina, unas cuatro horas, debido a un horario nocturno que terminará tarde o temprano con sus neuronas y a un problema de insomnio galopante que adereza con una docena de cafés diarios.
Con una frase, el día anterior, había conseguido persuadirme para alejarme de una de mis mañanas de escritura; la frase había sido: “Desayuno de cuchillo y tenedor”. Dicha por la boca de Bruce puede sonar como la más preciosa canción de amor. Callos, morcilla con huevos fritos, surtido de embutidos, sepia a la plancha, albóndigas con tomate, elementos que, si de por sí son suculentos en una comida o en una cena, resultan ambrosía consumidos a primera hora de la mañana.

Camioneros, mecánicos, taxistas…; esta clase de gremios guardan con celo, imagino que en un archivo mental, una ristra de extraordinarios lugares escondidos en los ya nombrados polígamos. Lugares a los que muy pocos tienen acceso, por lo desconocidos, por lo recónditos, por el secretismo. Pareciera que se trata de una logia masónica, entras en el lugar y los parroquianos te miran. ¿Cómo lo habrán descubierto?, ¿quién se ha ido de la lengua? “La primera norma del club del pelícano es que no se habla del club del pelícano”.

Carrilleras de cerdo, ese era el plato del día. Cuando lo trajeron miré a mi alrededor, casi culpable por comer semejante desayuno a semejante hora, “de cuchillo y tenedor”, repetía Bruce sonriendo. Descubrí con alborozo que los demás comensales no se quedaban cortos y que quizá yo era el que comía más ligero; los callos picantes iban que volaban de mesa en mesa y la morcilla otro tanto. Vino con gaseosa, carajillos de Magno, chupitos de orujo…, la preparación para un duro día de trabajo.

Una vez terminado el buen yantar, uno se levanta y mira a su alrededor: ahora casi no miran, ahora ya pasas desapercibido, has pasado la prueba, no has devuelto el plato a la cocina con restos de comida, no has dejado vino en el vaso, no te vas sin tu café y sin tu cigarrito en la puerta compartiendo humo con los habituales del lugar. Ahora eres tú el que tiene que guardar silencio, ahora eres tú el que debe respetar la primera regla del club del pelícano. 

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