Conocí
a alguien que le llamaba pelícano, y
a otro que le llama polígamo, este
último también llamaba Jeringuer a la
cerveza Heineken. Hablo de los polígonos, de los polígonos industriales.
Poca
gente sabe que en estos lugares habitualmente desangelados, parcos en detalles
arquitectónicos, con calles anchas plagadas de camiones de reparto, remolques y
camionetas, se esconden pequeños rincones culinarios que dejarían a la altura
del betún a cualquier banquete romano.
Dimos
demasiadas vueltas, el GPS tenía ganas de juerga y nos hacía girar dos o tres
veces una misma rotonda, salir por una salida equivocada o entrar por una
entrada errónea. Pero, finalmente, cuando por fin el satélite salió de su pedo
mental y el endemoniado aparato se reubicó, llegamos al lugar.
Bruce
no se equivoca, cuando él me lleva a un lugar lo hace con conocimiento de
causa. Dice mi padre que se odia más a un mal consejero que a un enemigo; Bruce
lo sabe y sabe que no puede aconsejarme un lugar donde comer sin cerciorarse
que ese lugar estará a la altura de mi paladar.
Eran
las nueve de la mañana de un lunes cualquiera, Bruce había dormido, como es su
rutina, unas cuatro horas, debido a un horario nocturno que terminará tarde o
temprano con sus neuronas y a un problema de insomnio galopante que adereza con
una docena de cafés diarios.
Con
una frase, el día anterior, había conseguido persuadirme para alejarme de una
de mis mañanas de escritura; la frase había sido: “Desayuno de cuchillo y
tenedor”. Dicha por la boca de Bruce puede sonar como la más preciosa canción
de amor. Callos, morcilla con huevos fritos, surtido de embutidos, sepia a la
plancha, albóndigas con tomate, elementos que, si de por sí son suculentos en
una comida o en una cena, resultan ambrosía consumidos a primera hora de la
mañana.
Camioneros,
mecánicos, taxistas…; esta clase de gremios guardan con celo, imagino que en un
archivo mental, una ristra de extraordinarios lugares escondidos en los ya
nombrados polígamos. Lugares a los
que muy pocos tienen acceso, por lo desconocidos, por lo recónditos, por el
secretismo. Pareciera que se trata de una logia masónica, entras en el lugar y
los parroquianos te miran. ¿Cómo lo habrán descubierto?, ¿quién se ha ido de la
lengua? “La primera norma del club del pelícano es que no se habla del club del
pelícano”.
Carrilleras
de cerdo, ese era el plato del día. Cuando lo trajeron miré a mi alrededor,
casi culpable por comer semejante desayuno a semejante hora, “de cuchillo y
tenedor”, repetía Bruce sonriendo. Descubrí con alborozo que los demás
comensales no se quedaban cortos y que quizá yo era el que comía más ligero;
los callos picantes iban que volaban de mesa en mesa y la morcilla otro tanto.
Vino con gaseosa, carajillos de Magno, chupitos de orujo…, la preparación para
un duro día de trabajo.
Una
vez terminado el buen yantar, uno se levanta y mira a su alrededor: ahora casi
no miran, ahora ya pasas desapercibido, has pasado la prueba, no has devuelto
el plato a la cocina con restos de comida, no has dejado vino en el vaso, no te
vas sin tu café y sin tu cigarrito en la puerta compartiendo humo con los
habituales del lugar. Ahora eres tú el que tiene que guardar silencio, ahora
eres tú el que debe respetar la primera regla del club del pelícano.
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