martes, 21 de mayo de 2013

LA MARICONERA


De un tiempo a esta parte, mi amada compañera de viaje, Gal·la, insiste en comprarme un bolso de hombre. Lo que toda la vida de dios se ha conocido como mariconera. Parece ser que la tengo hartita de tanto cargarle el bolso con la funda de mis gafas. Elemento que, como podéis imaginar, pesa un quintal.


Se han encontrado pinturas rupestres con imágenes femeninas portando bolsos. Lo digo muy en serio, nuestros primos, los del neolítico, ya flipaban con la cantidad de cosas que pueden caber en un bolso de piel de mamut. Y parece ser que la cosa no ha cambiado demasiado; seguimos viendo a nuestras mujeres cargadas con los mamotretos que, según la época, se alargan o se ensanchan, se estrechan o le aparecen asas de madera, para todas las modas y todos los gustos, pero tienen un denominador común: siempre llenos.

Puedo llegar a comprender a los bolsos de las madres, me refiero que puedo entender a las madres que llevan semejantes bolsos. Bolsas que, por su contenido, podrían ser perfectamente un petate de un marine norteamericano, bien preparado para cualquier tipo de situación.  Medios bocadillos, botellas de agua, toallitas húmedas, mercromina, soldaditos de plástico, cortaúñas, y un largo etcétera. Puedo comprender perfectamente a estas heroínas.

Me preocupa que si mi mujer termina por cumplir su amenaza y me compra una mariconera, la cosa se vaya de madre. No creo que el hecho de llenar un bolso sea un acto que haya evolucionado a lo largo de los siglos, imagino que desde el primer momento en que a una mujer se le ocurrió calzarse uno de ellos ya lo cargó de elementos inútiles. ¿Me pasará a mí lo mismo?

Me imagino como una madre previsora con mi mariconera colgada al hombro: cartera, llaves, móvil, un paquete de pañuelos de papel, varios mecheros, el tabaco, bolígrafos, la agenda, una bolsa de plástico doblada por si tengo que comprar en algún supermercado y no quiero pagar una bolsa nueva, un paraguas, un kit de costura que incluya imperdibles, agujas e hilos de tres colores, un pastillero, un pequeño monedero para el cambio del pan y, por supuesto, la funda de las gafas. ¿En eso me convertiré?

No es repulsión a los bolsos, no me importa tener que llevar una mariconera, es el clásico miedo a lo desconocido. ¿Me convertiré en aquello que siempre he criticado? Como el mal alumno, travieso y azote de los docentes, que termina estudiando magisterio. Paseando con mis amigos, todos con nuestras mariconeras y comentando qué buena falsificación de Louis Vuitton se ha comprado Fulanito o qué bien combina Menganito el color de los zapatos con su nueva mariconera.

He intentado convencer a mi santa de utilizar otros receptáculos, pero ha sido en vano: una riñonera parece ser que está pasada de moda y que sólo la llevan los turistas casposos y, para más inri, no me cabe la funda de las gafas; una mochila, demasiado aparatosa para algo tan simple como unas gafas. Me siento como el calvo que usa lociones de extravagantes curanderos. Lo sé… estoy perdido.

Esperaré, entonces, sentado en la parada de autobús con las piernas cruzadas y la mariconera sobre los muslos agarrada con ambas manos a que suceda lo inevitable, el segundo paso en la degeneración del hombre: que mi mujer, sin consultarme, me compre calzoncillos.

1 comentario:

  1. ¿Seguro que eres el legítimo autor de esta entrada?, porque cualquiera diría que estas palabras fueron encontradas, torpemente garabateadas, al lado de esas "imágenes femeninas rupestres".
    ¡San Cro-Magnon bendito....!.

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