jueves, 2 de mayo de 2013

BAJO LA HUIGUERA


Charlaba el otro día con Gal·la, no sé de dónde venía la conversación, la cuestión es que terminamos hablado del testamento vital. Ese papel donde haces constar que alguien te desenchufará cuando sólo seas una cáscara de nuez que sobrevive gracias a una máquina.
Por suerte, la moral cristiana se desquebraja poco a poco (aunque no todo lo rápido que le gustaría a uno, pero…) y la gente empieza a comprender que postrado en una cama, babeando y cagándose encima no es forma de vivir, y que más vale dejar que el enfermo se vaya a que se quede.


Pensé entonces en las formas de morir. A un viejo amigo se le murió el abuelo. Parece ser que este llevaba un par de años viviendo en una residencia, en un pueblo no muy lejano de Barcelona. Aparentemente con buena salud; imagino que toda la buena salud que puede tener una persona de ochenta o noventa años, la salud que le permite la edad.
Mi amigo me contó que el abuelo una mañana se levantó, se vistió y se escapó de la residencia. Y lo hizo como lo haría un buen prófugo, con un estupendo plan de fuga. Al parecer, la puerta automática, de estas de doble hoja con sensor de movimiento, sólo se abre desde fuera. Es decir, que si un abuelito se acerca a la puerta, esta ni se inmuta, se queda quieta y aparece un amable celador que coge al octogenario del brazo y lo acompaña de nuevo a la sala del televisor.

Parece ser que el abuelo de mi amigo se colocó estratégicamente junto a la puerta, como el que no quiere la cosa, y esperó, la paciencia de un abuelo, ya saben. Esperó y por fin apareció un visitante, o un repartidor, y, aprovechando que el celador estaba devolviendo a una abuelita que se había descarrilado y que la enfermera de la puerta coqueteaba con el repartidor, el anciano intrépido huyó. Salió de la residencia y desapareció.
Dice mi amigo que en el estómago le encontraron agua del río y restos de manzanas y de higos. El abuelo había caminado por la carretera y se había desviado por un camino de tierra. Era hombre de campo, imagino que no como nosotros, que no podemos más que guiarnos por el color del asfalto; él sabía dónde se dirigía, lo sabía perfectamente. Lo encontraron muerto a la sombra de una higuera, con las manos entrelazadas sobre el estómago. “Cuando estaba en el pueblo siempre dormía la siesta en el huerto”, me dijo mi amigo. Bueno, pensé, se echó la última, entonces.

Pensé en todo ello, me vino a la cabeza, cuando decíamos con Gal·la quién sería el que nos desenchufaría. Por ley de vida, yo reventaré antes, y espero no hacerlo en una cama de hospital. Espero ser como el abuelo de mi amigo, decidir cuándo y cómo quiero morir; no es un suicidio, es una previsión, saber que el tiempo se agota y decidir cómo quieres terminarlo. ¿Agua fresca del río?, ¿higos de la higuera donde me tumbaré? No es mala idea.

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