Recuerdo
que cuando estuve en Andalucía uno de los desayunos estrella era pan tostado
con aceite. O, por lo menos, yo siempre desayunaba lo mismo. Un par de
rebanadas de pan tostadas y abundante aceite, un chorrazo de oro líquido, y no
de petróleo, precisamente.
Es un
aceite, el de Andalucía, que le hace a uno perder la cabeza; verde de lo puro,
espeso de lo virgen, oloroso como pocos. Un chorrito de él, con un poquito de
sal sobre pan tierno, hace que un servidor se plantee muchas cosas sobre la nouvelle ciusine.
Un
viejo bar, en Cádiz, con mesas de madera, jamones y chorizos colgados. Un café
con leche en vaso y un desayuno a base de pan y aceite; gloria bendita, oiga.
Una aceitera usada, de las que tienen el corcho empapado en litros y litros de
aceites, hasta podría masticarse el tapón como el primer e innovador chicle de
aceite. Una aceitera que deja roel sobre la mesa, que suda aceite por todos los
poros de cristal, que invita a lamerla, que contiene el tesoro de tierras
trabajadas. Un recipiente que tiene más valor que cualquier huevo Fabergé.
Pues
también nos lo quitan. Tócate lo huevos, oye. Primero prohibieron fumar; en
realidad, nos dieron a elegir, y el fumador podía ir a los bares para compartir
su humo con otros parroquianos, pero al final dijeron ni patí ni patí, no se fuma
y punto, tu salud es lo primero, perdón, lo primero son los impuestitos de tu
cajetilla y luego tu salud. Y ahora a algún iluminado se le ocurre quitarnos
las aceiteras. Pero ¿se puede saber qué carajo le hemos hecho nosotros a esta
gente? Sabemos quiénes son, no ha sido un mandato divino, ha sido la Unión
Europea. Un grupo de señores que comen emulsión de costillar de ciervo y salmón
disecado con corteza de pepinillos ha decidido, así buenamente, que ahora no se
pueden tener aceiteras en los bares o restaurantes.
Los
sustituirán por envases monodosis o botellas no reutilizables, como el whisky[I1] , oye.
Reunidos en sus despachos de Bruselas, entre mamada y mamada de sus secretarias,
mis primos han decidido que en España tenemos que tomar ejemplo de italianos y
portugueses, que ya han adoptado esta medida. Y lo hacen por una razón: para
evitar el fraude con el aceite de oliva. A mí se me llevan los demonios. ¿No
tienen nada más importante que hacer? ¡Que nos dejen vivir tranquilos, coño!
Hay un
restaurante, donde voy desde siempre, de hecho, la primera vez que fui estaba
en la barriga de mi madre. Es un restaurante italiano. Resulta que en ese
restaurante, cuando te pides una pizza,
te ofrecen una aceitera, de las de toda la vida, con aceite picante, un aceite
que condimentan ellos: ajitos, hojas de albaca, romero y un par de guindillas
arrancadas de los intestinos de lucifer. Una auténtica maravilla. Y ahora,
cuando yo quiera aderezar mi pizza de
ajos tiernos y setas, el camarero me traerá una capsula de aceite refinado, sin
alma.
Fraude,
dicen. Pues miren, así a bote pronto, se me ocurren un par de frases que
podrían trabajarse un poquito antes de comenzar a tocarnos las pelotas con el
aceite de oliva. Yo no sé si será envidia, vete a saber. Porque en Alemania,
Austria, Estonia, Luxemburgo… tienen muchas cosas, muchas, pero aceite, lo que
se dice aceite, no tienen. Si nuestro representante en Europa fuese una persona
seria, al oír las palabras prohibición, aceite y aceitera, tendría que haberse
levantado de su escaño, sacar la navaja albaceteña y cortar un par de corbatas;
pero somos unos achantaos, y así nos
va.
Yo,
desde mi humilde escaño, que se sitúa lejos de Bruselas, tengo una propuesta: podrían
coger esta nueva ley, este paquete de medidas en contra de las aceiteras, que
imagino será un buen fajo de folios, enrollarlo cuidadosamente, mojar la parte
superior del mismo con abundante aceite de oliva (recomiendo fervientemente el
de Jaén) e introducirlo, con la misma mano firme que prohíbe, por su apestoso,
repugnante y seboso culo europeo.
[I1]Jo
prefereixo posar l’anglicisme en cursiva, però si vols posar güisqui pots
fer-ho.
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