Es una
extraordinaria afición, la de mi familia, la de recordar a mis exnovias en la
sobremesa de algún sábado o algún domingo. Por supuesto es extraordinaria porque
está presente Gal·la y eso lo hace mucho más interesante. Parece que a mi mujer
esto ya no la preocupa demasiado, ha aceptado las idiosincrasias de mi familia
como yo he aceptado las de la suya.
Estábamos
comiendo con mi santa madre, a la cual ya he definido en alguna otra ocasión
como una mezcla perfecta de una de las chicas de oro y un personaje de Sexo en Nueva York, cuando se le ocurrió
recordar la época en que yo me eché una novia gitana. Miré al personal, a mi
madre y a Gal·la, y me dispuse a esperar. Parece ser que a mi madre le hacía
mucha gracia imaginarse en una boda gitana con una consuegra gitana cantando
una bulería y sirviendo copas de cava a la familia política mientras se contonea
al ritmo del Sarandonga.
Tengo
que decir que hubiese sido una experiencia un tanto dantesca ver a mi madre con
la falda arremangada bailando, ya descalzada, a altas horas de la madrugada
como la chunga en sus años mozos.
La
cuestión es que más tarde, cuando ya estábamos recogiendo los platos y mamá,
como Elvis, había abandonado el edificio, me dio por pensar en los tópicos gitanos.
Resulta
muy curioso que a los payos nos resulte tan graciosa y exótica una boda gitana,
donde se la pasan cantando y bailando, bebiendo y comiendo en familia. Porque
nuestras bodas son exactamente iguales, pero sin ritmo. En la típica boda
gitana que nosotros imaginamos el padre de la novia, quizá acompañado por uno
de sus sobrinos a la guitarra y un primo al cajón, se arrancará por seguiriyas. Pero en una de nuestras
bodas, no digo quizá porque eso seguro que sucederá, la madre de la novia terminará
fumándose un puro habano con los zapatos en la mando bailando con un amigo
joven de su recién estrenado yerno la canción Se acabó de María Jiménez.
No
quiero olvidarme de la prueba del pañuelo, porque eso sí que nos gusta a los
payos, cómo nos gustan esas cosas del siglo pasado, de otras épocas, mirarlas a
través del televisor y ver cómo la moza grita con la jardinera entre las
piernas mientras le introducen un pañuelo blanco por la vagina. No hace mucho
fui a una boda paya, una de las auténticas: cura siniestro dando misa en latín,
novia de blanco radiante, madre disfrazada de tetera inglesa; un completo. Y me
causó curiosidad que la novia vistiese de blanco; por lo poco que sé el blanco
simboliza la pureza, es decir, la virginidad, y me van a perdonar pero si la
muchacha que estaba avanzando hacía el altar era virgen yo soy Diego Armando
Maradona. Y no digo nada del novio, porque si los gitanos son hipócritas y
dejan que sus hombres tapen todos los agujeros que quieren antes de casarse,
nosotros también lo permitimos. No me mal interpreten, yo soy de los que cree
que la virginidad antes del matrimonio es una patochada retrógrada, pero lo es
para todos, no me jodas.
En
fin, de topicazos los hay para todos los gustos. Los gitanos tendrán los suyos
con nosotros, y eso será siempre así hasta que la gente no se detenga un
poquito a pensar. A pensar que no todos los gitanos trabajan vendiendo bragas,
no todos los argentinos son psicoanalistas, no todos los negros tienen ritmo,
los andaluces no son vagos por antonomasia, los catalanes agarrados o los
vascos brutos.
Lo que
sí es una realidad como un templo es que la imagen de mi madre despeinada y
sudada bailando el Sarandonga bien
hubiese valido una prueba del pañuelo, aunque me la tuviesen que hacer a mí, lo
hubiese aguantado solo por ver semejante espectáculo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario