martes, 28 de mayo de 2013

SARANDONGA

Es una extraordinaria afición, la de mi familia, la de recordar a mis exnovias en la sobremesa de algún sábado o algún domingo. Por supuesto es extraordinaria porque está presente Gal·la y eso lo hace mucho más interesante. Parece que a mi mujer esto ya no la preocupa demasiado, ha aceptado las idiosincrasias de mi familia como yo he aceptado las de la suya.


Estábamos comiendo con mi santa madre, a la cual ya he definido en alguna otra ocasión como una mezcla perfecta de una de las chicas de oro y un personaje de Sexo en Nueva York, cuando se le ocurrió recordar la época en que yo me eché una novia gitana. Miré al personal, a mi madre y a Gal·la, y me dispuse a esperar. Parece ser que a mi madre le hacía mucha gracia imaginarse en una boda gitana con una consuegra gitana cantando una bulería y sirviendo copas de cava a la familia política mientras se contonea al ritmo del Sarandonga.

Tengo que decir que hubiese sido una experiencia un tanto dantesca ver a mi madre con la falda arremangada bailando, ya descalzada, a altas horas de la madrugada como la chunga en sus años mozos.

La cuestión es que más tarde, cuando ya estábamos recogiendo los platos y mamá, como Elvis, había abandonado el edificio, me dio por pensar en los tópicos gitanos.

Resulta muy curioso que a los payos nos resulte tan graciosa y exótica una boda gitana, donde se la pasan cantando y bailando, bebiendo y comiendo en familia. Porque nuestras bodas son exactamente iguales, pero sin ritmo. En la típica boda gitana que nosotros imaginamos el padre de la novia, quizá acompañado por uno de sus sobrinos a la guitarra y un primo al cajón, se arrancará por seguiriyas. Pero en una de nuestras bodas, no digo quizá porque eso seguro que sucederá, la madre de la novia terminará fumándose un puro habano con los zapatos en la mando bailando con un amigo joven de su recién estrenado yerno la canción Se acabó de María Jiménez.

No quiero olvidarme de la prueba del pañuelo, porque eso sí que nos gusta a los payos, cómo nos gustan esas cosas del siglo pasado, de otras épocas, mirarlas a través del televisor y ver cómo la moza grita con la jardinera entre las piernas mientras le introducen un pañuelo blanco por la vagina. No hace mucho fui a una boda paya, una de las auténticas: cura siniestro dando misa en latín, novia de blanco radiante, madre disfrazada de tetera inglesa; un completo. Y me causó curiosidad que la novia vistiese de blanco; por lo poco que sé el blanco simboliza la pureza, es decir, la virginidad, y me van a perdonar pero si la muchacha que estaba avanzando hacía el altar era virgen yo soy Diego Armando Maradona. Y no digo nada del novio, porque si los gitanos son hipócritas y dejan que sus hombres tapen todos los agujeros que quieren antes de casarse, nosotros también lo permitimos. No me mal interpreten, yo soy de los que cree que la virginidad antes del matrimonio es una patochada retrógrada, pero lo es para todos, no me jodas.

En fin, de topicazos los hay para todos los gustos. Los gitanos tendrán los suyos con nosotros, y eso será siempre así hasta que la gente no se detenga un poquito a pensar. A pensar que no todos los gitanos trabajan vendiendo bragas, no todos los argentinos son psicoanalistas, no todos los negros tienen ritmo, los andaluces no son vagos por antonomasia, los catalanes agarrados o los vascos brutos.


Lo que sí es una realidad como un templo es que la imagen de mi madre despeinada y sudada bailando el Sarandonga bien hubiese valido una prueba del pañuelo, aunque me la tuviesen que hacer a mí, lo hubiese aguantado solo por ver semejante espectáculo.  

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