Lo que
me sorprende de la noticia no es que hasta ahora me hubiese pasado
desapercibida la jeta de Dominique Alderwireld, un famoso proxeneta francés
afincado en Bruselas. Ni siquiera me sorprende que me haya pasado desapercibido
que el susodicho haya organizado orgías para Strauss-Kahn, el exdirector del
FMI. De los políticos ya no sorprende nada, por desgracia.
Parece
ser que un tarado se levantó una mañana con ganas de juerga, cogió un cuchillo
de su cocina y salió a la calle dispuesto a atracar uno de los prostíbulos del
bueno de Dodo, nombre de pila de Alderwierld. Si sois curiosos, podéis buscar
al susodicho en Internet y comprobaréis que es de esa clase de gente a la que es
mejor tener contenta; o, por lo menos, es de esa clase de gente a la cual es
mejor no atracar. Y, si es posible, no estornudar cerca de sus prostíbulos, por
si acaso.
El
hecho es que el buen hombre (me refiero al tarado) se metió en uno de los
prostíbulos de Dodo y, cuchillo en mano, estaba decidido a llevarse todo el
dinero de la caja. La historia tal y como yo me la hubiese imaginado sería así:
El
tarado entraría en el lupanar de Dodo con el cuchillo de trinchar carne en la
mano y gritando el mítico: “¡Esto es un atraco!”, pero en francés, claro, que
queda mucho más elegante, como todo el mundo sabe. A esas horas de la mañana ya
no hay nadie en el garito, sólo está Dodo fumando un puro y dos amigos a los
que llamaremos, respectivamente, Broyeurs (en español, muelas) y Gerard Le Fou
(en español, Gerardo el loco). Siguiendo el curso de mi imaginación, los tres
individuos estarían celebrando que Broyeurs había salido de la cárcel, dos años,
por tortura. Broyeurs, famoso prestamista, se había pasado con un ludópata que
le debía dinero y lo habían cogido con las manos en la masa cuando le arrancaba
las muelas al jugador en su piso de Tournai. Libre por fin y ya pisando el
asfalto, había aparecido el Volvo negro de Gerard Le Fou, que recibió su nombre
tras robar a todos los pasajeros de un tren de cercanías con un destornillador
a la tierna edad de trece años; pero eso no era lo loco, lo que le había hecho
recibir ese apodo era que había saltado del tren en marcha.
En fin,
el tarado estaba frente a los tres hombres, que no daban crédito. ¿Era un enfermo
mental?, ¿un ignorante?, ¿o simplemente alguien que tenía ganas de morir?
Imagino que Gerard se levantó tranquilo y, pasando junto al hombre, cerró la
puerta del local con dos vueltas de llave y luego se metió el manojo en el
bolsillo para volver al taburete y seguir tomándose la copa. Mi imaginación
quiere pensar que Dodo metió la mano en su mariconera y sacó una Micro Desert
Eagle, una pequeña pistola tremendamente útil en distancias cortas; a sabiendas
de que el arma estaba cargada y lista para disparar, descerrajaría un certero
disparo en la espinilla del tarado. Siguiendo, pues, los derroteros de mi
imaginación, Broyeurs se levantaría raudo y apartaría de una patada el cuchillo
que el atracador había soltado, lo cogería de la pierna sana y lo arrastraría
hasta la trastienda, donde los trasnochados hampones darían rienda suelta a su
violencia.
Pero
no fue eso lo que sucedió, estimado lector. Dista mucho de la realidad. El
tarado sí que salió de su casa armado con un cuchillo, sí que entró en el
burdel de Dominique Alderwireld, pero ahí no se encontró a los inventados Broyeurs
y Gerard Le Fou, ni siquiera a Dodo, sólo se encontró a un grupo de
trabajadoras que se preparaban para marcharse. Supongo que sí que gritó para
amedrentarlas, lo que no puedo imaginar es que las muchachas, lejos de
asustarse, le darían algo que jamás olvidaría. Tremenda paliza, huracán en
forma de golpiza, armadas con lo primero que encontraron. Si un carnicero
utilizaría un cuchillo y un barrendero su escoba, ellas utilizaron sus
consoladores: largos, cortos, anchos o estrechos, de plástico duro o de
elástica silicona, el caso es que el tarado soltó el cuchillo y se entregó a
cientos de golpes antes de poder salir a cuatro patas del lupanar.
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