martes, 19 de febrero de 2013

DE MAMOTRETOS


Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer Franny & Zooey de J. D. Salinger y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Nunca había caído en la cuenta, pero desde que soy pequeño he tenido una estrecha y extraña relación con las prótesis. Es curioso, nunca lo había pensado y he hecho un recuento de las veces que he tenido que usarlas y son suficientes como para decir que he sido un consumidor bastante habitual.

Gal·la me regaló una botas estas navidades y automáticamente tiré a la basura mis viejas botas y comencé a usar las nuevas. Al principio dolían un poco, pensé que al ser nuevas mi pie debía adaptarse a la bota, o viceversa. Pero los días pasaron y el dolor no remitía, no era un dolor inaguantable, pero parecía como si un pequeño callito, que me acompaña desde tiempos inmemoriales en el lateral plantar del pie, se me clavara. Por supuesto no le dije nada a Gal·la; me parecía que no era justo, mis antiguas botas parecían haber sido violadas asiduamente por un jabalí y yo ansiaba tener unas nuevas. Así que se me pasó por la cabeza, aunque pronto lo descarté, ir al callista. Si bien hubiese sido una de las soluciones más sanas, el tener que desplazarme a un lugar donde un hombre me despellejaría los pies no me causó demasiada buena sensación. Así que opté por la solución más sencilla: comprarme unas plantillas en el supermercado; hecho que recomiendan nueve de cada diez ortopedas: “No es preciso acudir a las ortopedias o centros especializados, usted mismo puede comprar sus plantillas junto a la sección de comida para mascotas en su supermercado”. El ortopeda que discrepa es amigo del dentista que recomienda chicles con azúcar.
En resumidas cuentas, cuando salí del supermercado con mis nuevas plantillas mi mundo cambió, el callo calló (valga la extraña redundancia) y por fin pude caminar sin los molestos pinchazos. Fue entonces cuando recordé todas las prótesis que me han acompañado, fue entonces cuando las conté.
Usé plantillas en mi infancia; estas, por supuesto, hechas a medida en la ortopedia, mi madre no hubiese permitido otra cosa. Recuerdo un extraño artilugio, una especie de altar de cristal con un espejo en la parte inferior, servía para que el paciente se encaramase descalzo y el doctor pudiese ver la planta de los pies. Hoy pienso que hubiese sido mucho más divertido subir a ese artefacto desnudo; la vista de mis genitales desde lugares que jamás se han visto le alegraría el día a cualquier galeno.
Más tarde, cuando me rompí el codo en una de mis luchas contra la naturaleza al intentar vencer la fuerza de la gravedad, llevé una prótesis que me sostenía el brazo durante casi un año. Si no lo hubiese hecho, hoy tendría el curioso aspecto de un hombre con el brazo de un niño de ocho años, ya que me rompí el codo por el crecimiento, siempre he sido muy original.
En otra ocasión me rompí la rodilla esquiando. En realidad debo ser sincero, nunca llegué a esquiar, era una excursión con el colegio y un monitor nos estaba enseñando a frenar haciendo cuña. Cuña… qué curioso que se llame igual que el recipiente para recoger orina. En fin, yo, con mi famosa temeridad, me lancé al vacío con mis esquís alquilados y cuando decidí que la velocidad ya era suficiente hice cuña, de manera que se los ya mentados esquís se clavaron en la nieve y me retorcieron la rodilla hasta partirla. ¿Dolor? Si alguien ha estado en Vic en una matanza del cerdo, puede sin duda hacerse a la idea de mis gritos. Hay algo que quiero recordar de ese día, cuando, después de cuarenta minutos chillando y revolcándome en la nieve, me rescataron y me llevaron al médico de pistas. El veterinario vacuno me aplicó Voltarén en mi retorcida, hinchada y amoratada rodilla, un francés que, con el acento del amor, me dijo: “Diez minutos y a esquiar de nuevo”. Tengo esa cara grabada en mi memoria y espero que, por su seguridad y mi libertad, nunca llegue a encontrarme a ese matasanos, practicaría softball con su melenuda cabeza. El resultado de ese día de esquí fue un aparatoso artefacto en mi rodilla durante un mes.
Eso fue en mi rodilla izquierda; al parecer, su gemela izquierda tuvo celos de los tratos recibidos y decidió quebrarse también, pero esta vez el deporte fue mucho menos riesgoso, se astilló al bajar del autobús. Humillante, lo sé, pero la realidad a veces es humillante. Otra prótesis, pues.
Pero el recuento no termina aquí. Al parecer tengo una curiosa malformación de nacimiento en los dedos meñique de ambas manos; algo realmente curioso, nada molesto para mí, pero horrendo para unos progenitores. Es sabido que los cartílagos de mis pequeñines no son lo suficientemente largos como para mantenerlos erguidos, así que siempre están recogiditos, digamos plegados hacia la palma da la mano. Aunque para escribir precise de las manos, nunca las he tratado demasiado bien; he practicado durante años boxeo, nada profesional, no tengo ni forma física ni disciplina, simplemente un desahogo para una mente que siente éxtasis con los golpes dados y recibidos. Aficiones… La cuestión es que mis manos, además de tener un defecto de nacimiento, han sido maltratadas, rotas, magulladas y golpeadas a diestro y siniestro, una buena cicatriz en mi mano derecha es el recuerdo de un pasado turbulento.
En cuanto a mi deformación de nacimiento, mis padres me llevaron a un protésico reputado que, al parecer, hace las prótesis para los jugadores del Barça; hoy puedo decir que es un sacacuartos de primera. Me recetó unas férulas de plástico carísimas que debía usar mientras dormía. Unos armatostes horrendos e incomodísimos que, entre otras cosas, dificultaban la placentera actividad del onanismo. De más está decir que ya no uso esa mierda, que sigo teniendo mis pequeños y dulces meñiques retorcidos como la mente de un político.
Cuando pensé en eso, en todas las prótesis que había tenido que utilizar a lo largo de mi vida, me creí el hombre bicentenario. Y pensé que quizás no estaba todo lo bien hecho que creía estar, que mi cuerpo escultural forjado en una serie de deportes, los cuales he abandonado a las pocas semanas, y una estricta dieta alta en grasas no era exactamente una máquina perfecta. Pero por suerte recordé algo, no puedo acordarme del nombre del sujeto en cuestión, pero había un muchacho, cuando aún iba al colegio, que un día fue al dentista y apareció en clase con algo que había olvidado, pero que ahora, una vez recordado nuevamente, no podré olvidar: una prótesis dental. Pero, por favor, no creáis que era una de estas modernas prótesis, era un mamotreto de proporciones absurdas, los hierros le salían de la boca como los dientes de un alien, llevaba unas correas que sujetaban el aparato ceñidas a la cabeza para que este no se moviese. El pobre muchacho… en fin, hay veces que el niño que uno lleva dentro, ese pequeño monstruo egoísta y maligno, piensa… “¡Eso es una prótesis, joder! Lo mío… ¡lo mío es un complemento!”.

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