Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer Franny & Zooey de J. D. Salinger y, mientras lo
ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Nunca había caído en la cuenta, pero
desde que soy pequeño he tenido una estrecha y extraña relación con las prótesis.
Es curioso, nunca lo había pensado y he hecho un recuento de las veces que he
tenido que usarlas y son suficientes como para decir que he sido un consumidor
bastante habitual.
Gal·la me regaló una botas estas
navidades y automáticamente tiré a la basura mis viejas botas y comencé a usar
las nuevas. Al principio dolían un poco, pensé que al ser nuevas mi pie debía
adaptarse a la bota, o viceversa. Pero los días pasaron y el dolor no remitía,
no era un dolor inaguantable, pero parecía como si un pequeño callito, que me
acompaña desde tiempos inmemoriales en el lateral plantar del pie, se me
clavara. Por supuesto no le dije nada a Gal·la; me parecía que no era justo,
mis antiguas botas parecían haber sido violadas asiduamente por un jabalí y yo
ansiaba tener unas nuevas. Así que se me pasó por la cabeza, aunque pronto lo
descarté, ir al callista. Si bien hubiese sido una de las soluciones más sanas,
el tener que desplazarme a un lugar donde un hombre me despellejaría los pies
no me causó demasiada buena sensación. Así que opté por la solución más
sencilla: comprarme unas plantillas en el supermercado; hecho que recomiendan
nueve de cada diez ortopedas: “No es preciso acudir a las ortopedias o centros
especializados, usted mismo puede comprar sus plantillas junto a la sección de
comida para mascotas en su supermercado”. El ortopeda que discrepa es amigo del
dentista que recomienda chicles con azúcar.
En resumidas cuentas, cuando salí del
supermercado con mis nuevas plantillas mi mundo cambió, el callo calló (valga
la extraña redundancia) y por fin pude caminar sin los molestos pinchazos. Fue
entonces cuando recordé todas las prótesis que me han acompañado, fue entonces
cuando las conté.
Usé plantillas en mi infancia; estas,
por supuesto, hechas a medida en la ortopedia, mi madre no hubiese permitido
otra cosa. Recuerdo un extraño artilugio, una especie de altar de cristal con
un espejo en la parte inferior, servía para que el paciente se encaramase
descalzo y el doctor pudiese ver la planta de los pies. Hoy pienso que hubiese
sido mucho más divertido subir a ese artefacto desnudo; la vista de mis
genitales desde lugares que jamás se han visto le alegraría el día a cualquier
galeno.
Más tarde, cuando me rompí el codo en
una de mis luchas contra la naturaleza al intentar vencer la fuerza de la gravedad,
llevé una prótesis que me sostenía el brazo durante casi un año. Si no lo
hubiese hecho, hoy tendría el curioso aspecto de un hombre con el brazo de un
niño de ocho años, ya que me rompí el codo por el crecimiento, siempre he sido
muy original.
En otra ocasión me rompí la
rodilla esquiando. En realidad debo ser sincero, nunca llegué a esquiar, era
una excursión con el colegio y un monitor nos estaba enseñando a frenar
haciendo cuña. Cuña… qué curioso que se llame igual que el recipiente para
recoger orina. En fin, yo, con mi famosa temeridad, me lancé al vacío con mis
esquís alquilados y cuando decidí que la velocidad ya era suficiente hice cuña,
de manera que se los ya mentados esquís se clavaron en la nieve y me retorcieron
la rodilla hasta partirla. ¿Dolor? Si alguien ha estado en Vic en una matanza
del cerdo, puede sin duda hacerse a la idea de mis gritos. Hay algo que quiero
recordar de ese día, cuando, después de cuarenta minutos chillando y
revolcándome en la nieve, me rescataron y me llevaron al médico de pistas. El
veterinario vacuno me aplicó Voltarén en mi retorcida, hinchada y amoratada
rodilla, un francés que, con el acento del amor, me dijo: “Diez minutos y a
esquiar de nuevo”. Tengo esa cara grabada en mi memoria y espero que, por su
seguridad y mi libertad, nunca llegue a encontrarme a ese matasanos, practicaría
softball con su melenuda cabeza. El
resultado de ese día de esquí fue un aparatoso artefacto en mi rodilla durante
un mes.
Eso fue en mi rodilla izquierda;
al parecer, su gemela izquierda tuvo celos de los tratos recibidos y decidió
quebrarse también, pero esta vez el deporte fue mucho menos riesgoso, se
astilló al bajar del autobús. Humillante, lo sé, pero la realidad a veces es
humillante. Otra prótesis, pues.
Pero el recuento no termina aquí.
Al parecer tengo una curiosa malformación de nacimiento en los dedos meñique de
ambas manos; algo realmente curioso, nada molesto para mí, pero horrendo para
unos progenitores. Es sabido que los cartílagos de mis pequeñines no son lo
suficientemente largos como para mantenerlos erguidos, así que siempre están
recogiditos, digamos plegados hacia la palma da la mano. Aunque para escribir
precise de las manos, nunca las he tratado demasiado bien; he practicado
durante años boxeo, nada profesional, no tengo ni forma física ni disciplina,
simplemente un desahogo para una mente que siente éxtasis con los golpes dados
y recibidos. Aficiones… La cuestión es que mis manos, además de tener un
defecto de nacimiento, han sido maltratadas, rotas, magulladas y golpeadas a
diestro y siniestro, una buena cicatriz en mi mano derecha es el recuerdo de un
pasado turbulento.
En cuanto a mi deformación de
nacimiento, mis padres me llevaron a un protésico reputado que, al parecer,
hace las prótesis para los jugadores del Barça; hoy puedo decir que es un
sacacuartos de primera. Me recetó unas férulas de plástico carísimas que debía
usar mientras dormía. Unos armatostes horrendos e incomodísimos que, entre
otras cosas, dificultaban la placentera actividad del onanismo. De más está
decir que ya no uso esa mierda, que sigo teniendo mis pequeños y dulces
meñiques retorcidos como la mente de un político.
Cuando pensé en eso, en todas las
prótesis que había tenido que utilizar a lo largo de mi vida, me creí el hombre
bicentenario. Y pensé que quizás no estaba todo lo bien hecho que creía estar,
que mi cuerpo escultural forjado en una serie de deportes, los cuales he
abandonado a las pocas semanas, y una estricta dieta alta en grasas no era exactamente
una máquina perfecta. Pero por suerte recordé algo, no puedo acordarme del
nombre del sujeto en cuestión, pero había un muchacho, cuando aún iba al
colegio, que un día fue al dentista y apareció en clase con algo que había
olvidado, pero que ahora, una vez recordado nuevamente, no podré olvidar: una
prótesis dental. Pero, por favor, no creáis que era una de estas modernas
prótesis, era un mamotreto de proporciones absurdas, los hierros le salían de
la boca como los dientes de un alien,
llevaba unas correas que sujetaban el aparato ceñidas a la cabeza para que este
no se moviese. El pobre muchacho… en fin, hay veces que el niño que uno lleva
dentro, ese pequeño monstruo egoísta y maligno, piensa… “¡Eso es una prótesis,
joder! Lo mío… ¡lo mío es un complemento!”.
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