Como un
autómata, empujado por un resorte, se levantó de la cama. El despertador sonaba
lejos, junto al armario, para obligarse a salir de las sábanas, de lo contrario
de un manotazo lo apagaría y seguiría abrazado a la almohada.
Desoyendo
los consejos que su madre le había dado durante tantos años, se dirigió a la
cocina descalzo para beber agua y tragar la pasta que los sueños dejan entre
los dientes.
Alrededor
de las cinco de la mañana el presidente de la comunidad volvía a casa del
trabajo, y al entrar en el portal se dio cuenta de que el edificio estaba sin
luz. Once pisos a pie, pensó. Y sacó su teléfono del bolsillo. Hombre previsor,
había memorizado el teléfono de urgencias del seguro comunitario e hizo venir a
un legañoso electricista para darle nuevamente luz al edificio.
Nuevamente
junto a la nevera, nuestro hombre pisó descalzó un pequeño y frío charco de
agua procedente del deshielo del congelador. El resbalón fue minúsculo pero
suficiente para despertarlo de golpe, se aferró al asa del frigorífico, su peso
desestabilizado, abrió la puerta. La luz del electrodoméstico y una lata de
atún a medio terminar fue lo último que vio. Un torrente de electricidad le
traspasó, como traspasan los coleccionistas de mariposas a sus víctimas con una
aguja, y se desplomó. No fue muy cinematográfico, ni siquiera dejó un cuerpo
humeante junto a la estantería de las cebollas. Simplemente estiró la pata,
abrió la boca y un estertor de muerte parecido a un eructo salió de ella. En
ese último suspiro no se le fue el alma, como dicen algunos poetas, simplemente
fue una rendición y a la vez un lamento por no haberse puesto las pantuflas,
como cientos de veces le había dicho su madre.
El
presidente, soñoliento, fue despertado por el timbrazo del teléfono. Era un
telefonista del seguro, para encuestarle sobre la calidad del servicio, y entre
bostezos dijo:
-
Rápido,
como un rayo.
Y siguió
durmiendo.
Esta
historia no es totalmente cierta. Pero podría serlo. Nunca he dicho cuál es el
oficio que me da de comer, pero el sagaz lector podrá intuir que este blog no
sirve para pagar facturas. Lamentablemente tampoco voy a develar ese misterio
ahora, puede que llamar misterio a este hecho sea quizás demasiado presuntuoso,
digamos que prefiero mantener el anonimato de mi empresa, quien sabe, quizás
así me ahorro una demanda y un despido. La cuestión es que mi trabajo, además
de aportarme un sustento, me da, debido a su idiosincrasia, un sinfín de
anécdotas. Supongo que es eso, y el temor a ser despedido, lo que logra que
supere la tentación de ocupar las ocho horas que paso frente a un ordenador
para escribir. Cada día hablo con clientes y empleados y estas transacciones de
información me dan, como decía, numerosos chascarrillos, por llamarlos de
alguna manera. Los anoto si tengo tiempo, los memorizo para luego apuntarlos;
sea como sea, intento recordar las historias que me suceden, o suceden a otros,
para utilizarlo en mis escritos.
En
ocasiones me veo en mi cubículo, mirando la pantalla, aferrado al ratón, y suspiro.
Cómo me gustaría tener un vaso con hielo y whisky, un cenicero rebosando
colillas y un cigarrillo sujeto entre mis labios. Miro a mi alrededor y no hay
nadie, la gente ha desaparecido. Empieza a sonar música, qué sé yo, quizás
Miles Davis o Astor Piazzolla, me crujo los dedos, esbozo una media sonrisa,
una sonrisa pícara. Cierro el correo de la empresa, la aplicación y la media
docena de excels, y abro un documento
de texto. Comienzo a escribir. No es preciso que piense mucho, escribo la
historia de la señora Corominas…
La señora
Corominas, viuda de Francisco Roldán, un ginecólogo bastante conocido en la
ciudad de Barcelona. La señora Corominas vive en un enorme piso de la zona
alta, cerca de la plaza Francesc Macià o, como ella se empeñaba en seguir llamándola,
Calvo Sotelo. Antes llevaba una vida acomodada. Tenía una criada interina, una
filipina llamada Gloria. “Unas tetitas que parecen caramelitos”, solía decir el
señor Roldán a sus amigos cuando iba a tomar un gin-tonic al show girls Mr. Dollar de la avenida
Josep Tarradellas. La señora Corominas sabía perfectamente que su marido miraba
a Gloria, “la mira como sólo miran los hombres”, pensaba ella, y por eso la
maltrataba, no la pegaba, por supuesto, no era necesario. Mientras Gloria
tuviese dos manos y dos rodillas en su casa no entraría una fregona, “de toda
la vida de dios los suelos se han fregado de rodillas”.
Los
domingos, cuando ella y su marido iban a misa, antes de salir, saludaban a Josefa,
la portera del edificio. Francisco, tan generoso, hacia salir a los hijos de la
portera para darles una propinilla, como decía él. Entonces pellizcaba la
mejilla de la hija mayor, Manuela. “Doña Josefa, Manuela se está convirtiendo
en toda una mujer, recuerde que debe traerla a mi consulta, por supuesto todo
corre de mi cuenta”. Doña Corominas sacaba la bolsa de basura al rellano para
que Josefa la bajase, no sin antes hacer un pequeño corte con la navaja de
afeitar de su marido en la base de la bolsa, para que se rompiese al cogerla
Josefa y así poder salir al descansillo para reñirla.
Los años
pasaron y la señora Corominas enviudó. Todo transcurrió con normalidad. Estricto
luto con ropa oscura, de marca, por supuesto, enormes coronas de flores,
compañeros de oficio dando el pésame a la afligida viuda y sus compañeras de bridge consolándola. En fin, un tópico
entierro de la alta sociedad. Lamentablemente, sobre todo para la recién
enviudada señora Corominas, los tópicos no terminaron ahí. Al poco de morir su
marido, la llamó su gestor de toda la vida para decir las palabras que nunca
nadie quiere oír de este tipo de empleados: deudas, banca rota, números rojos… El
hasta entonces amado Paco se convirtió en el odiado Francisco. Prostíbulos,
casinos, joyas que ella nunca había recibido, viajes y hoteles caros donde ella
jamás había estado.
Vendió
joyas, antigüedades familiares, el apartamento que sus padres le habían dejado en
herencia en el barrio de Gracia, la casa de Cadaqués y aún así tuvo que pedir
un préstamo para pagar el resto de las deudas. Hoy, la señora Corominas ya no
puede comprar ropa y por fin se ha comprado un mocho. Vieja y arrugada, lleva
el pelo corto y gris, no tiene dinero para pagar la peluquería.
Hoy es
miércoles y la señora Corominas baja las escaleras poco a poco para ir al
supermercado a comprar vino moscatel barato y una caja de galletas de
mantequilla. Con el vino de oferta rellenará la botella de cristal tallado que
aún no ha vendido, sacará las galletas de la caja y con cuidado las colocará
dentro de una cajita de cartón de la pastelería Serra que encontró junto a una
bolsa de basura en el rellano del segundo. Y con ello intentará engañar a sus acaudaladas
amigas que, quizás por pena o por falsa caridad cristiana, aún van todos los
miércoles a jugar al bridge para seguir
consolándola, esta vez por una viudez peor, la viudez del dinero.
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