Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones de Charles
Bukowski y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
He leído que el gobierno chino
quiere regular la cantidad de moscas de los baños públicos. Parece increíble,
pero si alguien puede conseguir esa hazaña, son los chinos.
La nueva medida dicta con
rotundidad que no podrán coexistir más de tres moscas por metro cuadrado,
también menta el tema del olor, que deberá ser controlado. Esto me ha hecho
pensar en que cuando el café y el cigarrillo de la mañana hacen su efecto en mi
intestino grueso tengo pocos remilgos…
La historia comienza hace algunos
veranos, lejos, al otro lado del mediterráneo, en una localidad italiana
llamada Piombino. Gal·la y yo estábamos sentados en una terraza con nuestras
maletas, frente a la estación de tren. Ella tomaba un macchiato, lo que en España llamaríamos un cortado, y yo un ristretto, una inyección de cafeína
capaz de espabilar a un elefante puesto de Valium. La situación era la
siguiente: Gal·la se afanaba en localizar poblaciones en el mapa y la guía,
tomaba apuntes y de vez en cuando levantaba la vista y miraba hacia ambos lados
como si calculase la distancia entre un punto y otro. Resulta increíble, pero
ambos somos bastante desubicados, por usar una palabra ligera, “bastante” es
poco, digamos muchísimo. Pero ella tiene una gran capacidad: puede reubicarse,
como estos modernos GPSque se reconectan con el satélite,;por el contrario yo
soy incapaz de ubicarme en mi propia ciudad, lo hago mediante lugares comunes,
es decir, bares restaurantes, quioscos, tiendas, pero si el azar cambia el
nombre de un restaurante, o cierra una tienda de comestibles, pierdo el norte
con una facilidad pasmosa. He hecho varios viajes acompañado por amigos y se
hacen cruces de cómo consigo llegar cada día de la oficina a mi casa. El caso
es que Gal·la se entretenía con la cartografía y yo escribía en mi cuaderno de
viaje. Tomaba sorbitos de café y bebía agua, levanté la vista entornando los
ojos por el humo del cigarrillo y vi algo que me encantó. No será un secreto
para nadie que soy amante de las situaciones absurdas y que me encantaría ser
invisible para escuchar conversaciones ajenas y saber constantemente lo que sucede
a mi alrededor, no por inmiscuirme sino por interés literario, digamos que una
discusión de enamorados entre una pareja nonagenaria puede entretenerme igual
que un pasaje de un buen libro. Como decía, levanté la vista y vi cómo aparcaba
frente a nosotros un ostentoso Mercedes, del cual bajó un inmenso negro. En
realidad no era inmenso, era flaco, flaquísimo pero alto, terriblemente alto,
parecía que nunca terminaría de salir del coche, pero al fin lo hizo. Iba
vestido con una túnica blanca que resplandecía con el sol y la cabeza rapada
cubierta con una especie de birrete también blanco. Usaba unas Rayban de
aviador, antiguas, no de las modernas, de aviador de los ochenta, salió del
coche y se colocó marcial en la puerta del copiloto. De no sé exactamente dónde,salieron
otro grupo de hombres vestidos igual que el conductor, se acercaron a él, lo
besaron efusivamente, intercambiaron abrazos y saludos en una lengua
desconocida para mí. Miraron hacia todas partes y yo disimulé, no quería que dejasen
de hacer lo que estaban haciendo si se sabían espiados por el blanquito de la
terraza. Uno de ellos abandonó el grupo para, minutos después, volver
acompañado del último hombre, un anciano honorable, diría yo, vestido con una
túnica blanca y dorada, sandalias de cuero, un sombrero tipo Al Capone, también
plano, y un bastón que se me antojó de marfil. Todos lo reverenciaban, le besaban
la mano, le abrieron la puerta y le ayudaron a que entrase en el coche. Antes
de que el automóvil arrancase, el que había acompañado al anciano sacó un
enorme fajo de billetes y se lo entregó al conductor; yo no cabía en mí de
gozo, la mafia senegalesa haciendo negocios a plena luz del día justo enfrente
de mí, quise pensar eso, pero quizás no eran más que dos hermanos que se
devolvían al viejo padre que había pasado una semana en Piombino para ver a sus
nietos.
Sé que aparentemente no tiene
nada que ver esta historia con el comienzo del texto, el tema de las moscas en
los baños públicos, es cierto, no tiene nada que ver, pero como esto no es
ficción os he puesto en contexto. Terminé mi café y apuré el cigarrillo y la
magia de la cafeína mezclada con nicotina hizo su efecto. Sonreí a Gal·la y me
despedí: “Voy a mandar un telegrama”, ella levantó la mirada del mapa, no dijo
nada, pero me dejó entender que tenía demasiada información.
El bar en cuestión no tenía nada
de especial, era un bar normal y corriente regentado por un par de camareros
jóvenes e inexpertos, un bar que podría estar en cualquier ciudad del mundo
cerca de una estación de tren. Hay algo que siempre me ha molestado muchísimo,
tener que pedir la llave del baño en algún bar o restaurante, es obvio que
quieren restringir la entrada a personas que no sean clientes, pero lo
encuentro algo parecido a una humillación. Cuando conseguí la llave, usaré un
terminó poco usado para estos casos, la tetera ya echaba humo (espero que me
haya explicado…), entré en el cuarto de baño y lo que vi, lo que vi… Lo que vi no
puede describirse con palabras, pero lo intentaré, supongo que la gran mayoría
de vosotros ha visto Trainspotting y
recuerda la escena del retrete, en fin, echadle imaginación.
Era un cuarto de baño enorme, lo
curioso es que era un baño propiamente dicho, me refiero a que tenía bañera.
Perfectamente me podría haber duchado, afeitado y salido al bar a pedirme otro
café. Pero no lo hice, obviamente; meterme en esa bañera hubiese representado
una lucha encarnizada entre un servidor y una cucaracha de tres quilos y medio.
En otro momento hubiese torturado al insecto, pero lamentablemente mi flora
intestinal pedía a gritos una evacuación urgente, así busqué, miré y no
encontré. ¿Dónde carajo estaba el retrete? Claro que no lo encontré, porque no
estaba, no había retrete, en su lugar había una especie de plato de ducha con
un agujero. ¿Hay algo más humillante que un hombre cagando en cuclillas? Sí, un
hombre defecando en cuclillas apoyado en una lavadora, por supuesto (lo
olvidaba, también había una lavadora), mientras es observado por la dueña del
lugar, la cucaracha gigante. No sé si mis lectores se habrán encontrado en una
situación tan pintoresca, pero diré para el inexperto que en esa postura a uno
le asalta la duda: ¿conseguiré no mancharme los pantalones? A mí me asaltó y,
ante la duda, la menos peluda, me despojé de los pantalones y los calzoncillos
y me dispuse a evacuar. Si no hubiese estado tan afanado en un acto tan
impúdico al otro lado del Mediterráneo, hubiese llorado, pues me sentía
humillado.
Gal·la me vio salir del baño como
un muñeco roto. “Mejor no preguntes”, le dije.
Espero que tarde o temprano,
cuando los chinos gobiernen el mundo, hecho que sucederá, seguro, se ocupen de
ese antro y reduzcan a cenizas ese maldito plato de ducha y sacrifiquen como se
merece a la inmunda cucaracha con elefantiasis.
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