martes, 26 de febrero de 2013

LAS MOSCAS


Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones de Charles Bukowski y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
He leído que el gobierno chino quiere regular la cantidad de moscas de los baños públicos. Parece increíble, pero si alguien puede conseguir esa hazaña, son los chinos.
La nueva medida dicta con rotundidad que no podrán coexistir más de tres moscas por metro cuadrado, también menta el tema del olor, que deberá ser controlado. Esto me ha hecho pensar en que cuando el café y el cigarrillo de la mañana hacen su efecto en mi intestino grueso tengo pocos remilgos…

La historia comienza hace algunos veranos, lejos, al otro lado del mediterráneo, en una localidad italiana llamada Piombino. Gal·la y yo estábamos sentados en una terraza con nuestras maletas, frente a la estación de tren. Ella tomaba un macchiato, lo que en España llamaríamos un cortado, y yo un ristretto, una inyección de cafeína capaz de espabilar a un elefante puesto de Valium. La situación era la siguiente: Gal·la se afanaba en localizar poblaciones en el mapa y la guía, tomaba apuntes y de vez en cuando levantaba la vista y miraba hacia ambos lados como si calculase la distancia entre un punto y otro. Resulta increíble, pero ambos somos bastante desubicados, por usar una palabra ligera, “bastante” es poco, digamos muchísimo. Pero ella tiene una gran capacidad: puede reubicarse, como estos modernos GPSque se reconectan con el satélite,;por el contrario yo soy incapaz de ubicarme en mi propia ciudad, lo hago mediante lugares comunes, es decir, bares restaurantes, quioscos, tiendas, pero si el azar cambia el nombre de un restaurante, o cierra una tienda de comestibles, pierdo el norte con una facilidad pasmosa. He hecho varios viajes acompañado por amigos y se hacen cruces de cómo consigo llegar cada día de la oficina a mi casa. El caso es que Gal·la se entretenía con la cartografía y yo escribía en mi cuaderno de viaje. Tomaba sorbitos de café y bebía agua, levanté la vista entornando los ojos por el humo del cigarrillo y vi algo que me encantó. No será un secreto para nadie que soy amante de las situaciones absurdas y que me encantaría ser invisible para escuchar conversaciones ajenas y saber constantemente lo que sucede a mi alrededor, no por inmiscuirme sino por interés literario, digamos que una discusión de enamorados entre una pareja nonagenaria puede entretenerme igual que un pasaje de un buen libro. Como decía, levanté la vista y vi cómo aparcaba frente a nosotros un ostentoso Mercedes, del cual bajó un inmenso negro. En realidad no era inmenso, era flaco, flaquísimo pero alto, terriblemente alto, parecía que nunca terminaría de salir del coche, pero al fin lo hizo. Iba vestido con una túnica blanca que resplandecía con el sol y la cabeza rapada cubierta con una especie de birrete también blanco. Usaba unas Rayban de aviador, antiguas, no de las modernas, de aviador de los ochenta, salió del coche y se colocó marcial en la puerta del copiloto. De no sé exactamente dónde,salieron otro grupo de hombres vestidos igual que el conductor, se acercaron a él, lo besaron efusivamente, intercambiaron abrazos y saludos en una lengua desconocida para mí. Miraron hacia todas partes y yo disimulé, no quería que dejasen de hacer lo que estaban haciendo si se sabían espiados por el blanquito de la terraza. Uno de ellos abandonó el grupo para, minutos después, volver acompañado del último hombre, un anciano honorable, diría yo, vestido con una túnica blanca y dorada, sandalias de cuero, un sombrero tipo Al Capone, también plano, y un bastón que se me antojó de marfil. Todos lo reverenciaban, le besaban la mano, le abrieron la puerta y le ayudaron a que entrase en el coche. Antes de que el automóvil arrancase, el que había acompañado al anciano sacó un enorme fajo de billetes y se lo entregó al conductor; yo no cabía en mí de gozo, la mafia senegalesa haciendo negocios a plena luz del día justo enfrente de mí, quise pensar eso, pero quizás no eran más que dos hermanos que se devolvían al viejo padre que había pasado una semana en Piombino para ver a sus nietos.
Sé que aparentemente no tiene nada que ver esta historia con el comienzo del texto, el tema de las moscas en los baños públicos, es cierto, no tiene nada que ver, pero como esto no es ficción os he puesto en contexto. Terminé mi café y apuré el cigarrillo y la magia de la cafeína mezclada con nicotina hizo su efecto. Sonreí a Gal·la y me despedí: “Voy a mandar un telegrama”, ella levantó la mirada del mapa, no dijo nada, pero me dejó entender que tenía demasiada información.
El bar en cuestión no tenía nada de especial, era un bar normal y corriente regentado por un par de camareros jóvenes e inexpertos, un bar que podría estar en cualquier ciudad del mundo cerca de una estación de tren. Hay algo que siempre me ha molestado muchísimo, tener que pedir la llave del baño en algún bar o restaurante, es obvio que quieren restringir la entrada a personas que no sean clientes, pero lo encuentro algo parecido a una humillación. Cuando conseguí la llave, usaré un terminó poco usado para estos casos, la tetera ya echaba humo (espero que me haya explicado…), entré en el cuarto de baño y lo que vi, lo que vi… Lo que vi no puede describirse con palabras, pero lo intentaré, supongo que la gran mayoría de vosotros ha visto Trainspotting y recuerda la escena del retrete, en fin, echadle imaginación.
Era un cuarto de baño enorme, lo curioso es que era un baño propiamente dicho, me refiero a que tenía bañera. Perfectamente me podría haber duchado, afeitado y salido al bar a pedirme otro café. Pero no lo hice, obviamente; meterme en esa bañera hubiese representado una lucha encarnizada entre un servidor y una cucaracha de tres quilos y medio. En otro momento hubiese torturado al insecto, pero lamentablemente mi flora intestinal pedía a gritos una evacuación urgente, así busqué, miré y no encontré. ¿Dónde carajo estaba el retrete? Claro que no lo encontré, porque no estaba, no había retrete, en su lugar había una especie de plato de ducha con un agujero. ¿Hay algo más humillante que un hombre cagando en cuclillas? Sí, un hombre defecando en cuclillas apoyado en una lavadora, por supuesto (lo olvidaba, también había una lavadora), mientras es observado por la dueña del lugar, la cucaracha gigante. No sé si mis lectores se habrán encontrado en una situación tan pintoresca, pero diré para el inexperto que en esa postura a uno le asalta la duda: ¿conseguiré no mancharme los pantalones? A mí me asaltó y, ante la duda, la menos peluda, me despojé de los pantalones y los calzoncillos y me dispuse a evacuar. Si no hubiese estado tan afanado en un acto tan impúdico al otro lado del Mediterráneo, hubiese llorado, pues me sentía humillado.
Gal·la me vio salir del baño como un muñeco roto. “Mejor no preguntes”, le dije.
Espero que tarde o temprano, cuando los chinos gobiernen el mundo, hecho que sucederá, seguro, se ocupen de ese antro y reduzcan a cenizas ese maldito plato de ducha y sacrifiquen como se merece a la inmunda cucaracha con elefantiasis. 

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