Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer El sueño eterno de Raymond Chandler y, mientras lo
ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
La cosa sucedió de la siguiente
forma: yo había cumplido los quince años y estaba husmeando por la librería Taifa
de la calle Verdi de Barcelona. Recuerdo que al fondo de la librería había una
serie de mesas que contenían libros de segunda mano. En una esquina había
amontonados todos los que quería comprar: una colección completa de cómics de
Mafalda; aunque ya tenía un libro que contenía todas las viñetas, estas eran
para mí incunables publicados en Buenos Aires.
Como decía, tenía el hocico
metido entre las páginas de algún ejemplar cuando por pura casualidad encontré
un viejo tomo, nada lujoso, de tapas de cartón, olía a celulosa caducada y un
sinfín de manchas marrones cubrían los bordes de las páginas. En el lomo pude
leer: El buscón. Había leído alguna
cosa de aquel hombre, mi padre tenía un sinfín de libros de poesía en casa y de
vez en cuando cogía alguna para leer.
Pues bien, primero lo olí, es una
extraña afición, lo sé, pero quien ame los libros podrá compartir conmigo este
vicio; la celulosa, y no hablo del papel nuevo blanco impoluto, me refiero al
papel viejo oscurecido, con los bordes color caramelo, tiene un olor dulce y
penetrante, un olor que no tiene ningún otro objeto fetiche. Lo olí, pasé sus
páginas lentamente y descubrí con gozo que el libro había pertenecido a un
estudiante, o por lo menos eso me hicieron creer las anotaciones con lápiz en los
bordes y en los pies de las páginas. Definitivamente me lo quedaba.
Entonces me di cuenta de que
alguien me estaba observando. Era un hombre alto, medio calvo, peinaba sus
pocos pelos en forma de cortinilla y llevaba una larga gabardina abrochada
hasta el cuello. El labio superior casi no existía y estaba cubierto por un
bigote demasiado rasurado, parecía que sólo tenía bigote y labio inferior. La
nariz aguileña era tan pronunciada que parecía que le atravesaba la cara hasta
llegar a la barbilla. Miré a mi alrededor, resultaba incómodo. Se acercó
lentamente a mí y a medida que se acercaba su rictus de asco se acentuaba. Por
alguna extraña razón, escondí el libro en mi espalda. Cuando el desconocido
estaba a escasos cuatro pasos me dijo: “¿Qué escondes ahí?”. Alto y seco como
una rama caída intentaba atisbar por encima de mi cabeza cuál era el libro que
guardaba tras de mí. “Vamos, chico, ¿qué escondes ahí?”, alargó la mano huesuda
y me aparté rápido y ofendido. “¡A usted qué le importa!”. Enarcó las cejas y escondió
el labio bajo el bigote, de forma que parecía una cara sin boca, sólo con
bigote. Dio un paso a la derecha, pero fue un paso falso, resuelto se desplazó
a la izquierda y logró arrebatarme el libro. Lo agarró como se agarraría una
rata, por la cola, con asco. El libro colgaba débil, presa su tapa del pulgar y
el índice del aguileño anónimo. “¿Pero qué es esta basura?”, dijo. “Devuélvame
el libro”. Levantó el mentón, volvió a apretar los labios y levantó las cejas,
parecía incluso que había crecido, “Muchacho, te estoy salvando. No seas
ignorante, esta basura te pervertirá la mente”.
Sonó la campanilla de la puerta y
él calló. No hacía frío, de hecho, era julio, pero pude ver cómo salía vaho de
su boca. Se oyeron pasos, lentos, que se acercaban. “¿Qué haces aquí?”, gritó
él, pero no hubo respuesta. “¿Infame, a qué has venido?”, volvió.
“¿Acaso yo actúo como tú? Eres
vil y rastrero. Él vino a mí primero”.
Llevaba bigote y perilla, y el
pelo alborotado. Usaba gafas redondas de montura dorada. No era tan alto como
el ladrón de libros, pero parecía no temerle. No es que yo le temiese, bueno,
en realidad, estaba solo en una librería y un hombre me estaba robando los
libros, así que quizás sí, tenía un poco de miedo.
Mi adversario, por llamarlo de
algún modo, dejó el libro sobre la mesa y me apartó, me apartó sin tocarme,
comenzó a caminar y parecía que pretendía atravesarme.
“No permitiré que te lleves a
este muchacho”, dijo. “El chico ya ha elegido, ya es de los míos, es demasiado
tarde para ti”. No sé bien de dónde salieron, pero el caso es que aparecieron
de la nada, ambos desenvainaron dos espadas; como digo, hasta ese momento me
habían pasado inadvertidas, supongo que mi actitud hubiese sido muy distinta si
hubiese visto que el hombre iba armado. Sinceramente, era tan increíble lo que
estaba sucediendo en esa librería que ya no podía sorprenderme nada.
“Muchacho”, dijo el recién
llegado, “Coge el libro y vete, es tuyo, cuídalo, cuídame y te seré fiel”. Los
miré a los dos sin saber exactamente qué hacer. “Ni te muevas, malandrín”, me
dijo el otro apuntándome con la nariz. Ni me moví. Entonces comenzó la lucha.
El último en entrar en escena lanzó una embestida y el otro se defendió.
Corrieron por la librería, lanzando y esquivando estocadas, se subían por las
mesas, saltaban y gritaban, unas veces parecía que el uno tenía acorralado al
otro, pero de pronto el cercado se zafaba y volvían los ataques.
De pronto entró en escena otro
personaje. Al fin, alguien conocido. Era el librero. Parecía enfadado, más bien
colérico. Su calva relucía bajo las luces y la barba parecía erizada como la
espalda de un gato cabreado.
“Me cago en la madre que me
parió”. Los contrincantes dieron un respingo y tiraron los floretes al suelo,
como un par de niños sorprendidos haciendo una travesura. El hombre se
arremangó la camisa mientras se acercaba, “Yo no sé cómo carajo lo tengo que
decir”, “No te enfades, hombre”, dijo el de las gafas, “¿Que no me enfade?”.
Realmente parecían dos niños, miedosos, ni se movían, no intentaban nada. El
librero se acercó a mí y cogió el libro. “¿Ya has elegido?”. Asentí con la
cabeza. “Bueno, pues este te lo regalo, puedes irte, yo tengo que tratar un
temita con estos señores”. Y una vez más, sin saber de dónde, desenvainó un
sable. “Señores, les aseguro que es la última vez que solucionan sus disputas
en mi librería”.
Los dos hombres me miraron, yo
cogí el libro y comencé a caminar. Lentamente recogieron las espadas del suelo
y se pusieron en círculo, me giré por última vez y el del mostacho y gafas me
miró sonriente. “Pase lo que pase hoy aquí, eres mío”, y me guiñó el ojo.
“Señores…” Cuando abrí la puerta ya se oía el ruido de los sables, salí del
local y hasta hoy.
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