Me gustaría contaros
una pequeña historia, una corta historia que se convirtió o convertirá en larga
con el paso de los años.
Nuestro protagonista
podría llamarse Pablo, o Ramón, pero digamos que se llama Modesto. Modesto
nació en el seño de una familia de clase media. Para los que seáis muy jóvenes
y no sepáis lo que es la clase media, os diré que la característica principal
de la clase media era ser acomodada, es decir, que tienen lo necesario para
vivir a gusto y con descanso. También puede tener otra lectura: la clase media
acomodada es aquella que no mira hacia atrás, y eso en muchas ocasiones se toma
como algo a tener en cuenta, “no hay que mirar hacia atrás”, dicen algunos,
quizás es cierto, pero esta clase media no mira tras de sí porque ahí están las
clases inferiores. Son solidarios aparentemente, pero no les es preciso
reivindicar ningún derecho, pues están acomodados.
Modesto, como decía,
nació en una de estas familias: una madre ama de casa limpia, ordenada y
cumplidora, y un padre dueño de una pequeña empresa de construcción; antes,
mucho antes, él era obrero, pero consiguió ascender y montarse su chiringuito,
le va bien, no debe quejarse.
Modesto nunca dio
demasiados problemas, sus notas eran bastante buenas y se portaba bien con su
madre. Sus padres estaban moderadamente orgullosos. El muchacho, además de
entregarse a sus estudios, tenía una afición, una afición que poco a poco se
estaba convirtiendo en una pasión. Le gustaba dibujar. Cuando tenía un rato
libre dibujaba, con lápiz o bolígrafo, con pincel o rotulador, le daba
exactamente igual, lo importante era dibujar, reproducía fotografías de revistas,
de paisajes, de caras, le daba igual.
Los años pasaron y
llegó el momento de tomar una decisión, Modesto tenía que encarrilar su vida
hacia un futuro laboral. Sus padres lo tenían claro: él heredaría la pequeña
empresa familiar, pero a Modesto la idea le horripilaba. ¿Empresario? ¿Alguien
le había preguntado? Sus padres no tenían en cuenta su opinión, quizás no por
maldad, sino porque no se les ocurría la posibilidad de que su joven hijo no
quisiera seguir con el negocio familiar.
“Podrás seguir haciendo
dibujitos”, le dijo su padre cuando él un día se atrevió a decir lo que
pensaba, “pero ese no es un futuro, uno no se gana la vida dibujando”. Él
miraba a sus padres sin comprender lo que estaban haciendo. “Hoy no, pero
dentro de unos años nos agradecerás lo que estamos haciendo, debes pensar en tu
futuro laboral y sacarte esos pájaros que tienes en la cabeza”.
Irremediablemente
pasaron los años y Modesto terminó la carrera. Con el paso del tiempo, fue
olvidando el lápiz y el papel, no de forma consciente, pero lo fue dejando de
lado; los estudios le ocupaban demasiado tiempo y, además, su padre lo había
empleado como administrativo en la empresa: “Así te irás haciendo con el lugar,
todo esto será tuyo”. Modesto obedecía; al fin y al cabo, su padre lo hacía por
su bien.
El padre de Modesto
terminó por jubilarse y él ya era todo un hombre y podía encargarse de la
dirección de la empresa.
Por supuesto, se
cortó el pelo: un corte serio, esmerado. Dejó de lado las camisetas con
dibujos, los pantalones tejanos y las bambas, y su armario se llenó de trajes,
camisas y corbatas. En su despacho, al que antes quería llamar estudio, no
había cajas de colores ni pinturas, se amontonaban los documentos y siempre
había un bote de sal de frutas para paliar una acidez de estómago que lo
molestaba demasiado a menudo.
Un día estaba
hablando por teléfono con un cliente muy importante, sentado en su butaca,
sostenía con la mano izquierda el auricular junto a la oreja y con la derecha
escribía en un papel. Cerrado el trato, dejó de tomar notas y comenzó a
garabatear sobre el folio. Calló, se quedó mudo, y miró su mano con la pluma
Montblanc dibujando, la miró como si no fuese su mano, como si esa mano
perteneciese a otro; la mano seguía sin hacer caso al cerebro. El cliente, al
otro lado del teléfono, reclamaba su atención, pero él seguía callado. Colgó el
auricular y siguió dibujando, dibujaba como loco, le daba la vuelta a los
documentos y pintaba y trazaba líneas, pero de golpe paró en seco y soltó la
pluma, más bien como un espasmo la mano dejó caer la estilográfica y entonces
se echó a llorar, a llorar desconsoladamente. Y sus lágrimas caían sobre los
dibujos y humedecían papel y tinta y formaban pequeños charcos negros en los
papeles. Entre sollozos cogió la chaqueta, el maletín y guardó la pluma;
necesitaba una copa, quizás dos, algo tenía que hacer para ahogar ese
sentimiento.
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