miércoles, 6 de febrero de 2013

LA ESTILOGRÁFICA

Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer Doctor Pasavento de Enrique Vila-Matas y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Me gustaría contaros una pequeña historia, una corta historia que se convirtió o convertirá en larga con el paso de los años.
Nuestro protagonista podría llamarse Pablo, o Ramón, pero digamos que se llama Modesto. Modesto nació en el seño de una familia de clase media. Para los que seáis muy jóvenes y no sepáis lo que es la clase media, os diré que la característica principal de la clase media era ser acomodada, es decir, que tienen lo necesario para vivir a gusto y con descanso. También puede tener otra lectura: la clase media acomodada es aquella que no mira hacia atrás, y eso en muchas ocasiones se toma como algo a tener en cuenta, “no hay que mirar hacia atrás”, dicen algunos, quizás es cierto, pero esta clase media no mira tras de sí porque ahí están las clases inferiores. Son solidarios aparentemente, pero no les es preciso reivindicar ningún derecho, pues están acomodados.
Modesto, como decía, nació en una de estas familias: una madre ama de casa limpia, ordenada y cumplidora, y un padre dueño de una pequeña empresa de construcción; antes, mucho antes, él era obrero, pero consiguió ascender y montarse su chiringuito, le va bien, no debe quejarse.
Modesto nunca dio demasiados problemas, sus notas eran bastante buenas y se portaba bien con su madre. Sus padres estaban moderadamente orgullosos. El muchacho, además de entregarse a sus estudios, tenía una afición, una afición que poco a poco se estaba convirtiendo en una pasión. Le gustaba dibujar. Cuando tenía un rato libre dibujaba, con lápiz o bolígrafo, con pincel o rotulador, le daba exactamente igual, lo importante era dibujar, reproducía fotografías de revistas, de paisajes, de caras, le daba igual.
Los años pasaron y llegó el momento de tomar una decisión, Modesto tenía que encarrilar su vida hacia un futuro laboral. Sus padres lo tenían claro: él heredaría la pequeña empresa familiar, pero a Modesto la idea le horripilaba. ¿Empresario? ¿Alguien le había preguntado? Sus padres no tenían en cuenta su opinión, quizás no por maldad, sino porque no se les ocurría la posibilidad de que su joven hijo no quisiera seguir con el negocio familiar.
“Podrás seguir haciendo dibujitos”, le dijo su padre cuando él un día se atrevió a decir lo que pensaba, “pero ese no es un futuro, uno no se gana la vida dibujando”. Él miraba a sus padres sin comprender lo que estaban haciendo. “Hoy no, pero dentro de unos años nos agradecerás lo que estamos haciendo, debes pensar en tu futuro laboral y sacarte esos pájaros que tienes en la cabeza”.
Irremediablemente pasaron los años y Modesto terminó la carrera. Con el paso del tiempo, fue olvidando el lápiz y el papel, no de forma consciente, pero lo fue dejando de lado; los estudios le ocupaban demasiado tiempo y, además, su padre lo había empleado como administrativo en la empresa: “Así te irás haciendo con el lugar, todo esto será tuyo”. Modesto obedecía; al fin y al cabo, su padre lo hacía por su bien.
El padre de Modesto terminó por jubilarse y él ya era todo un hombre y podía encargarse de la dirección de la empresa.
Por supuesto, se cortó el pelo: un corte serio, esmerado. Dejó de lado las camisetas con dibujos, los pantalones tejanos y las bambas, y su armario se llenó de trajes, camisas y corbatas. En su despacho, al que antes quería llamar estudio, no había cajas de colores ni pinturas, se amontonaban los documentos y siempre había un bote de sal de frutas para paliar una acidez de estómago que lo molestaba demasiado a menudo.
Un día estaba hablando por teléfono con un cliente muy importante, sentado en su butaca, sostenía con la mano izquierda el auricular junto a la oreja y con la derecha escribía en un papel. Cerrado el trato, dejó de tomar notas y comenzó a garabatear sobre el folio. Calló, se quedó mudo, y miró su mano con la pluma Montblanc dibujando, la miró como si no fuese su mano, como si esa mano perteneciese a otro; la mano seguía sin hacer caso al cerebro. El cliente, al otro lado del teléfono, reclamaba su atención, pero él seguía callado. Colgó el auricular y siguió dibujando, dibujaba como loco, le daba la vuelta a los documentos y pintaba y trazaba líneas, pero de golpe paró en seco y soltó la pluma, más bien como un espasmo la mano dejó caer la estilográfica y entonces se echó a llorar, a llorar desconsoladamente. Y sus lágrimas caían sobre los dibujos y humedecían papel y tinta y formaban pequeños charcos negros en los papeles. Entre sollozos cogió la chaqueta, el maletín y guardó la pluma; necesitaba una copa, quizás dos, algo tenía que hacer para ahogar ese sentimiento.



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