Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer La nieve de Roberto Bolaño y, mientras lo ojeaba y
acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Recuerdo que logré llegar al
lugar con mucho esfuerzo. Las calles eran todas iguales, el típico polígono de
extrarradio. En la época en que sucedió lo que voy a contar estos lugares aún eran
hervideros de trabajadores, hoy, sin embargo, muchos de estos conglomerados de
fábricas y oficinas están desolados y como últimos habitantes, nidos de pájaros
que buscan cobijo en viejos neumáticos y un sinfín de carteles de “se vende”.
Pero este es el presente en el pasado donde se ubica la historia, como digo, el
polígono rebosaba vida.
Había leído en el diario del
domingo que en un almacén buscaban un mozo para cargar y descargar camiones; yo
tenía dieciséis años, estaba estudiando y el horario y la paga eran más que
decentes. Como siempre, llegué temprano, así que eché una ojeada y pude ver cómo
en el edificio no dejaban de entrar y de salir camiones, un montón de clientes
compraban en la tienda contigua. Era una empresa de pinturas plásticas, en una
mentira de bonanza económica todos pintábamos nuestras casas y los empresarios
pintaban las casas que no paraban de construir.
Al fin entré en el edificio, me
presenté y me hicieron esperar en una sala. Era un edificio moderno, PINTURAS HERNÁNDEZ E HIJOS, creo recordar que se
llamaba. Era evidente que ahora eran los hijos quienes llevaban el negocio, un Hernández
de antaño no habría decorado la sala de espera como si en lugar de una empresa
de pintura fuese una peluquería unisex. Las paredes eran verde pistacho, pero
pistacho poco maduro, muy verde; los asientos verdes también, de diseño, muy
incómodos, y en una pared colgaba un cuadro del horizonte de Nueva York. Antes
de entrar me fijé que en el muelle de carga había aparcado un lujoso Porsche,
otra evidencia de que el señor Hernández padre ya no regentaba la empresa, él
seguiría llevando la antigua camioneta con la que comenzó a repartir pinturas.
Una secretaria demasiado típica
para ser realmente una secretaria (probablemente sería la novia o mujer de
alguno de los pequeños herederos) salió a recibirme nuevamente. “Puedes pasar,
el señor Hernández te recibirá enseguida”. La rubia tetona me hizo pasar a un
despacho contiguo a la sala de espera. El despacho era grande, con una mesa de
cristal y una butaca de cuero de vaca lechera, con manchas blancas y negras.
Sobre la mesa, un ordenador portátil, una pluma Montblanc y un péndulo de Newton que no
dejaba de moverse.
Max Hernández entró en el
despacho hablando por el teléfono móvil, me saludó con un movimiento de cabeza
y se sentó en su butaca durante al menos diez minutos sin mirarme. Al fin
terminó de hablar y me miró: “Buenas. Disculpa, era un cliente de Ámsterdam y
no podía hacerle esperar”. Interesante y habla castellano, el buen hombre, qué
detalle…
La secretaria pechugona le había
dejado mi currículo sobre la mesa y lo cogió, pasó
otro minuto y dejó el papel para hacer la pregunta que ningún entrevistador
debería hacer: “Bueno, cuéntame, ¿qué le puedes aportar a la empresa?”. “Por lo
pronto aportaría un buen puñetazo en tu nariz, mamarracho, heredero de
pacotilla, traje caro, barriga cervecera, puedes volver al bar inmundo de donde
hayas salido y nadie notará la diferencia. ¿Qué le puedo aportar a la empresa?
Bueno, pues sé coger una caja con las dos manos, ¿eso será suficiente?”. Todo
esto se me pasó por la cabeza, pero no pude decirlo, me lo quedé mirando y
respondí lo que todo el mundo quiere oír: “Soy muy perfeccionista”. Me di un
asco terrible, yo no quería trabajar para ese imbécil, no quería y punto.
“Verás, nosotros somos una
empresa que importa y exporta a nivel europeo, ahora mismo estamos empezando a
exportar a China”. No es preciso estar todo el día leyendo la prensa para saber
que no existe ninguna empresa de pintura que exporte pintura a China. ¿China?
Jamón y aceite de oliva como mucho. Pero pintura, ¿estás seguro? ¿China? ¿No
hay ninguna fábrica de pintura en China? ¿Le compran a Hernández e hijos?
Claro. “Estamos interesados en gente joven, dinámica y con idiomas, ¿hablas
chino?”. Pensé en mi madre, que me vio salir de casa y dijo, como sólo conoce
una madre a su hijo: “No digas nada fuera de lugar, que te conozco”. “No… chino
no sé, mira tú por dónde”. Eso creo que era fuera de lugar. Parece que mi
actitud ofendió al aprendiz de dictador y me miró con la superioridad de un
piojo resucitado, dispuesto a morderme. “No te veo muy por la labor, pero te
daré otra oportunidad, nos gusta tu currículo”. Dijo “nos gusta”, como si todo
un departamento de recursos humanos hubiese estudiado mi currículo y hubiese
cotejado los datos. “Estamos dispuestos a contratarte, pero…”. PERO, me
encantan esos peros, son cláusulas no escritas en el contrato que añadirá el
patrón para tocarte las pelotas. “Deberás cortarte el pelo, a nuestros clientes
no les gusta el pelo largo en los hombres”. Me reí, sé que no fue la actitud
más correcta, pero no pude evitarlo. “¿A los pintores no les gusta el pelo
largo?”, “¿Cómo dices?”. Poco a poco me levanté, cogí mi currículo y me lo
guardé. Miré fijamente al pequeño Hernández y paré el péndulo. “Lo siento,
muchacho”, dije, siendo consciente de lo que jode la palabra muchacho, a mí me
jode, mucho. “Lo siento, muchacho, pero tu empresilla y tú no pintáis nada, os
podéis ir al carajo”.
Recuerdo que me gritaba desde su
butaca de vaca lechera, pero no recuerdo exactamente qué es lo que gritaba.
Quise entrar en el muelle y rayarle el coche, pero me pareció
excesivo. Simplemente me encendí un cigarrillo dentro de la oficina y salí
fumando frente a la mesa de la pechugona. Un pequeño acto de rebeldía juvenil.
Espero no haber perdido esa chispa y, si hoy me encontrase en la misma tesitura,
actuar igual, pero… bueno, hoy llevo la cabeza rapada…
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