miércoles, 13 de febrero de 2013

MERETRIZ


Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer El lector de Bernhard Schlink y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Hay un lugar donde las cosas no son lo que parecen. Donde el ambiente es turbio y huele a sexo y a colonia, barata o cara, depende. Un lugar cercano y lejano, quiero decir que es lejano para algunos y cercano para otros.

La primera vez que entré en ese bar fue de pura casualidad. Tino ya lo conocía, pero juró que no lo recordaba; “Así iría”, dijo. Fuera, en la puerta, había un par de muchachas jóvenes, de aspecto juguetón, por decirlo de alguna forma. “Hola, guapo”, le dijeron a Tino. Él arqueó una ceja, posó la mano derecha sobre su pecho (en el de él, no en el de ella) y suspiró: “Ay, cariño, si tu supieras con los ojos que yo te veo”.
El bar en cuestión está situado en la calle Robadors de Barcelona. Un camino donde, tarde o temprano, todo buen putero deberá terminar. Es como un mercadillo del sexo; no diré mercado ni bazar, quizá sería demasiado pretencioso. Nombrarlo “mercadillo” me parece perfecto. Es el lugar donde pensionistas, tímidos y mirones acuden a saciar su sed. No tengo por qué justificarme, pero ni Tino ni yo acudimos a ese rincón del mundo en busca de compañía femenina. No creo que yo sea el tipo de hombre que le gustan a Tino, pero quiero creer que si lo hubiesen encañonado para hacerle elegir entre la muchacha bielorrusa de la puerta y yo, él me hubiese elegido a mí. No se trata de esa absurda creencia que tienen muchos heterosexuales que creen que todos los gais están enamorados de ellos. No es el caso, pero bueno a uno le sube el ánimo que un muchacho joven y lozano lo elija a él en lugar de a la turgente meretriz.
Así pues, entramos en ese extraño lugar, empujados por la terrible necesidad de derramar una buena jarra de cerveza fría por los gaznates. El lugar no pudo más que sorprendernos. Si hubiera visto un coche de la policía franquista pasar por la calle, no me hubiese sorprendido; ese lugar había quedado anclado en el tiempo. Pero no de una forma romántica, o puede que sí, no sé, había quedado pegado al tiempo, como un chicle seco que se rompe de deshidratación bajo el asiento de un viejo cine. Luces de burdel, olor a burdel, muchachas de burdel, pero no era un burdel. Era un simple y llano lugar, un abrevadero para prostitutas. El lugar está regentado por un extraño grupo de pakistaníes, digo extraño porque no es habitual ver a esta gente, que suele ser recatada y creyente, rodeada de prostitutas, pero así era.
Tino me miró como mira el niño que ve algo sorprendente acompañado de su madre. Agarrado de su mano, ve un hombre altísimo o una mujer gorda y le dan ganas de meterse bajo las faldas de su madre y gritar: “¿Has visto que mujer más gorda?”.
Junto a nosotros había mujer, no diré mayor, para no ofender a su feminidad, pero digamos que era veterana. Rubia teñida, por supuesto; una coleta bien firme, prieta y de caballo, de esas coletas que te tersan la cara, un intento de cirugía sin pasar por el quirófano; labios de rojo carmín y uñas larguísimas a juego. Sentada en una mesa, mirando a la calle, parecía vigilar a las chicas y a los hombres que pasaban, sin decir nada, callada. Bebía con pequeños sorbos un Redbull directamente de la lata, pero usando una cañita. “Es por los labios”, dijo Tino. “¿Qué le pasa en los labios?”. “Así no se le va el pintalabios”. Pensé entonces en el oficio de esa mujer, y en lo que deberían haber hecho esos labios, y que resultaba gracioso que ahora se preocupase de ellos bebiendo el refresco a través de una caña.
Hijo de puta, dicen algunos cuando quieren ofenderte. Pero nunca he escuchado a nadie decir hijo de ministro o de congresista, y sinceramente en los tiempos que corren puede que eso sea mucho más ofensivo.
La cosa es que ahí nos encontrábamos Tino y yo, vaciando jarras de cerveza, observados por el camarero pakistaní. Supongo que estaba extrañado al ver a dos clientes que no buscaban consuelo en la cama de alguna de las chicas que entraban muertas de frío en busca de un café caliente. La tarde fue pasando y oscurecía. La mujer se levantó y se acercó a la barra; si hubiese bebido whisky en lugar de refrescos ahora mismo llevaría una curda de tres pares de cojones, pero habiendo bebido la bebida energizante supongo que podría trabajar dos días seguidos, suponiendo que eso fuese bueno.
Al fin, con la excusa de que al día siguiente nos tocaba trabajar, Tino y yo nos separamos y yo recorrí las calles del Chino de Barcelona con las manos en los bolsillos y un cigarrillo entre los dientes. Caminé por la rambla del Raval y vi un horrible hotel de cinco estrellas con un Ferrari aparcado en la puerta, junto a mí pasó una familia india vestida como si hubiese sido teletransportada en ese mismo instante desde las orillas del Ganges. Seguí caminando y el olor a curry y a carne asada me invadió. Suelo ser bastante fácil de convencer en cuanto a comida, y no había peligro de no cenar nuevamente en casa, así que me metí en un local de kebab y me llevé uno para hacer menos pesado el camino.
Prostitutas, familias indias, muchachos marroquíes zanganeando por la calle al más puro estilo español, viejos afganos sentados a la puerta de sus negocios, ancianas autóctonas arrastrando pesados carritos de la compra, bragas y calzoncillos tendidos fuera de normativa en los balcones de las estrechas calles, y olor a curry.
Quise no irme nunca, quise pasear por donde todo el mundo, menos los que allí están, te dice que no debes pasear, que hay mala gente. Putas, sólo son mujeres, sólo toman Redbull en cañita para no estropearse el pintalabios. Supongo que ya lo dijo Peret: “Por ser mujer de la vida, perdonarte no he podido, ¿cómo iba yo a perdonarte, aquello que no es delito?”… Y es que la mujer de la vida no es más ni menos que otra, ella simplemente ofrece otra cosa y a mucha, a mucho honra. Y el que tenga oídos, que oiga; si alguien no tiene madre, hija, nieta, hermana, tía, sobrina, prima, cuñada, suegra o tal vez esposa que no lo sea, que levante el dedo.

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