Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer El lector de Bernhard Schlink y, mientras lo ojeaba y
acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Hay un lugar donde las cosas no
son lo que parecen. Donde el ambiente es turbio y huele a sexo y a colonia,
barata o cara, depende. Un lugar cercano y lejano, quiero decir que es lejano
para algunos y cercano para otros.
La primera vez que entré en ese
bar fue de pura casualidad. Tino ya lo conocía, pero juró que no lo recordaba;
“Así iría”, dijo. Fuera, en la puerta, había un par de muchachas jóvenes, de
aspecto juguetón, por decirlo de alguna forma. “Hola, guapo”, le dijeron a
Tino. Él arqueó una ceja, posó la mano derecha sobre su pecho (en el de él, no
en el de ella) y suspiró: “Ay, cariño, si tu supieras con los ojos que yo te
veo”.
El bar en cuestión está situado
en la calle Robadors de Barcelona. Un camino donde, tarde o temprano, todo buen
putero deberá terminar. Es como un mercadillo del sexo; no diré mercado ni
bazar, quizá sería demasiado pretencioso. Nombrarlo “mercadillo” me parece
perfecto. Es el lugar donde pensionistas, tímidos y mirones acuden a saciar su
sed. No tengo por qué justificarme, pero ni Tino ni yo acudimos a ese rincón
del mundo en busca de compañía femenina. No creo que yo sea el tipo de hombre
que le gustan a Tino, pero quiero creer que si lo hubiesen encañonado para
hacerle elegir entre la muchacha bielorrusa de la puerta y yo, él me hubiese
elegido a mí. No se trata de esa absurda creencia que tienen muchos heterosexuales
que creen que todos los gais están enamorados de ellos. No es
el caso, pero bueno a uno le sube el ánimo que un muchacho joven y lozano lo
elija a él en lugar de a la turgente meretriz.
Así pues, entramos en ese extraño
lugar, empujados por la terrible necesidad de derramar una buena jarra de
cerveza fría por los gaznates. El lugar no pudo más que sorprendernos. Si hubiera
visto un coche de la policía franquista pasar por la calle, no me hubiese
sorprendido; ese lugar había quedado anclado en el tiempo. Pero no de una forma
romántica, o puede que sí, no sé, había quedado pegado al tiempo, como un
chicle seco que se rompe de deshidratación bajo el asiento de un viejo cine.
Luces de burdel, olor a burdel, muchachas de burdel, pero no era un burdel. Era
un simple y llano lugar, un abrevadero para prostitutas. El lugar está
regentado por un extraño grupo de pakistaníes, digo extraño porque no es
habitual ver a esta gente, que suele ser recatada y creyente, rodeada de
prostitutas, pero así era.
Tino me miró como mira el niño
que ve algo sorprendente acompañado de su madre. Agarrado de su mano, ve un
hombre altísimo o una mujer gorda y le dan ganas de meterse bajo las faldas de
su madre y gritar: “¿Has visto que mujer más gorda?”.
Junto a nosotros había mujer, no
diré mayor, para no ofender a su feminidad, pero digamos que era veterana.
Rubia teñida, por supuesto; una coleta bien firme, prieta y de caballo, de esas
coletas que te tersan la cara, un intento de cirugía sin pasar por el quirófano;
labios de rojo carmín y uñas larguísimas a juego. Sentada en una mesa, mirando
a la calle, parecía vigilar a las chicas y a los hombres que pasaban, sin decir
nada, callada. Bebía con pequeños sorbos un Redbull directamente de la lata,
pero usando una cañita. “Es por los labios”, dijo Tino. “¿Qué le pasa en los
labios?”. “Así no se le va el pintalabios”. Pensé entonces en el oficio de esa
mujer, y en lo que deberían haber hecho esos labios, y que resultaba gracioso
que ahora se preocupase de ellos bebiendo el refresco a través de una caña.
Hijo de puta, dicen algunos
cuando quieren ofenderte. Pero nunca he escuchado a nadie decir hijo de
ministro o de congresista, y sinceramente en los tiempos que corren puede que
eso sea mucho más ofensivo.
La cosa es que ahí nos
encontrábamos Tino y yo, vaciando jarras de cerveza, observados por el camarero
pakistaní. Supongo que estaba extrañado al ver a dos clientes que no buscaban
consuelo en la cama de alguna de las chicas que entraban muertas de frío en
busca de un café caliente. La tarde fue pasando y oscurecía. La mujer se
levantó y se acercó a la barra; si hubiese bebido whisky en lugar de refrescos
ahora mismo llevaría una curda de tres pares de cojones, pero habiendo bebido
la bebida energizante supongo que podría trabajar dos días seguidos, suponiendo
que eso fuese bueno.
Al fin, con la excusa de que al
día siguiente nos tocaba trabajar, Tino y yo nos separamos y yo recorrí las
calles del Chino de Barcelona con las manos en los bolsillos y un cigarrillo
entre los dientes. Caminé por la rambla del Raval y vi un horrible hotel de
cinco estrellas con un Ferrari aparcado en la puerta, junto a mí pasó una
familia india vestida como si hubiese sido teletransportada en ese mismo
instante desde las orillas del Ganges. Seguí caminando y el olor a curry y a carne asada me invadió. Suelo
ser bastante fácil de convencer en cuanto a comida, y no había peligro de no
cenar nuevamente en casa, así que me metí en un local de kebab y me llevé uno
para hacer menos pesado el camino.
Prostitutas, familias indias,
muchachos marroquíes zanganeando por la calle al más puro estilo español,
viejos afganos sentados a la puerta de sus negocios, ancianas autóctonas
arrastrando pesados carritos de la compra, bragas y calzoncillos tendidos fuera
de normativa en los balcones de las estrechas calles, y olor a curry.
Quise no irme nunca, quise pasear por donde todo el mundo, menos los que
allí están, te dice que no debes pasear, que hay mala gente. Putas, sólo son
mujeres, sólo toman Redbull en cañita para no estropearse el pintalabios.
Supongo que ya lo dijo Peret: “Por ser mujer de la vida, perdonarte no he
podido, ¿cómo iba yo a perdonarte, aquello que no es delito?”… Y es que la
mujer de la vida no es más ni menos que otra, ella simplemente ofrece otra cosa
y a mucha, a mucho honra. Y el que tenga oídos, que oiga; si alguien no tiene
madre, hija, nieta, hermana, tía, sobrina, prima, cuñada, suegra o tal vez
esposa que no lo sea, que levante el dedo.
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