martes, 5 de febrero de 2013

LIBERTARIA CONTRA GAMERA


Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer La conjura de los necios de John Kennedy Toole y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Hace un par de días murió André Cassagnes, el inventor francés que regaló al mundo el telesketch. Quien más quien menos recordará ese juguete, una especie de pizarra mágica con dos círculos en su parte inferior con los que dibujabas líneas verticales y horizontales y, dando la vuelta al aparato, se borraba, y vuelta a empezar.
Yo nunca tuve ese juguete, pero recuerdo que sí estaba en mi colegio, en la caja de los juguetes, y los chicos nos peleábamos para jugar con él, para jugar con el telesketch, y por un cómic de la Pantera Rosa.

El hecho es que, cuando leí la noticia de la muerte de Cassagnes, pensé en todos los juguetes con los que jugaba yo de pequeño. La cosa iba por épocas, sobretodo en el colegio. Recuerdo la época de las peonzas, tremendos campeonatos se formaban entorno a este trompo de madera. Era auténtico fanatismo lo que teníamos por ese juego. En el suelo del patio del colegio trazábamos un círculo con tiza, que previamente habíamos hurtado del cajón de la maestra. Entonces, uno lanzaba su peonza al centro del círculo y, una vez la peonza estaba estabilizada, el siguiente hacía lo mismo; ahí empezaba la pelea de gallos. Las peonzas se acercaban y se alejaban, hasta que por el azar de los giros se encontraban y chocaban y chocaban, por fin, una de las dos, cansada y frustrada, se salía del círculo. Según el trato al que se había llegado antes de comenzar la pelea, podían suceder dos cosas: la primera, que el ganador se quedase con la peonza derrotada; en tal caso, si no tenías más peonzas de reserva, la diversión, al menos para ti, se había terminado. En segundo lugar, podía suceder que fuese una partida de entretenimiento y, si perdías, te quedabas con tu peonza, pero esas eran las menos. Había otra modalidad de juego, las normas eran prácticamente las mismas: un círculo de tiza y dos peonzas. Pero las peonzas eran distintas, aunque muy parecidas: de madera, por supuesto, pero la parte inferior metálica en lugar de ser roma era puntiaguda. Estas eran llamadas “las carniceras”, en algunas papelerías podías encontrarlas, pero lo realmente profesional era hacerlas tú mismo. No era muy complicado, simplemente tenías que hacerte con unos alicates, sacarle la parte metálica que venía de fábrica y colocarle un clavo o un tornillo. He visto algunas que en lugar de tornillos llevaban puntas de compás, verdaderas carniceras. No es complicado imaginar como seguía el juego: el objetivo era destruir la peonza de tu adversario. Partirla por la mitad, golpearla en el centro de la parte superior y que se partiese y quedase en el suelo como un par de tortugas panza arriba.
A mi abuelo le encantaba que yo jugase con ese tipo de juguetes y me ayudaba a prepararlas. Hubo una vez que tenía un combate muy importante: un niño de sexto, un tal Cuenca, se había proclamado campeón invicto partiendo al menos una docena de peonzas y yo, como el Quijote, me proclamé defensor de los débiles y lo reté un viernes a la hora del patio. Tenía una peonza que le había traído su padre de Andorra, una peonza que no era de madera, él decía que era de fibra de carbono, pero a mí me parecía de plástico, y la punta era puntiaguda y alargada. El terror de las peonzas; él la llamaba Gamera, como la tortuga de Godzilla.
Mi abuelo Pau era un excombatiente de la guerra civil, había luchado en el lado republicano y siempre me contaba historias. Decía que sólo había bebido alcohol una sola vez en su vida, en las trincheras del Ebro, un trago de coñac de la petaca de un compañero, pues hacía un frío que pelaba.
Le conté la situación a mi abuelo y él me dijo que no me preocupara, que una peonza de plástico jamás podría superar a una genuina peonza de madera. Así que un día llegué a casa y, mientras mi madre preparaba la comida, mi abuelo sacó de su mariconera un paquete de papel marrón, lo dejó encima de la mesa y me dijo que lo abriese.
“Es una peonza de madera de naranjo”, dijo. “De la fábrica Can Cels, con esta no puedes perder.” Era una peonza hermosa, con una perfecta forma de pera. Incluso seguía oliendo a naranja, esto último quizás fue producto de mi imaginación, pero a mí me gusta recordarlo así. El hecho es que nos pusimos manos a la obra, mi abuelo sacó una bolsita con herramientas que había traído de su casa; nunca había confiado en las herramientas de mi padre, y hacía bien. Le sacó la parte metálica redondeada y en su lugar colocó un tornillo, pero un tornillo grande, no sé de qué número sería, pero era realmente grande. Normalmente las peonzas en su parte superior tienen un saliente, él lo serró y lo pulió con papel de lija. Entonces sacó tres pequeños botes de pintura, uno rojo, uno amarillo y otro violeta, y pintó la peonza. “Estos son los colores de la república”, me dijo. Una vez pintada, la dejamos secar un día entero; cuando estuvo bien seca le dio el toque final, cubrió la parte superior con tachuelas de metal, una especie de armadura para peonzas. Ya estaba lista, me parecía increíble, era la mejor peonza que jamás hubiese visto. “¿Cómo la vas a llamar?”, “¿Ah, pero tengo que ponerle nombre?”, “Vamos a ver, el Cuenca ese le ha puesto el nombre de una tortuga gigante, ¿y tú no le vas a poner nombre a esta maravilla?” Me quedé mirándolo; no se me había pasado por la cabeza ponerle nombre a mi nueva peonza. “La llamaremos Libertaria”.
La expectación era asombrosa, entre el público había incluso algún profesor. El patio estaba lleno, yo me sentía como un gladiador romano a la espera de su contrincante. Se abrió la puerta y apareció Cuenca, lanzándose de una mano a otra su Gamera, me miraba con una ceja subida, se acercaba y la gente le dejaba paso, parecía Charlton Heston abriendo las aguas en Los diez mandamientos.
Alguien había trazado ya el círculo en el suelo. ¿Quién tiraría primero? Lo decidiría la moneda que se había ofrecido a tirar el profesor de literatura. El azar decidió que mi peonza fuese la primera en salir al ruedo, eso me daba desventaja, pero tenía confianza. Libertaria rodaba segura por el centro de la pista y entonces recibió el primer impacto de Gamera, se movió bruscamente pero resistió la embestida, ambas perdieron fuelle y cayeron. Llegaba mi turno, le tocaba tirar primero a Cuenca. Su peonza de plástico no entró muy bien en juego, le costó quedarse quieta y le costó no salirse del círculo; él estaba nervioso, nadie le había resistido más de un asalto. Enrollé con fuerza el cordel alrededor de mi peonza, cerré un ojo para apuntar con más precisión, y lancé. La gente aguantó la respiración y todos lo vimos a cámara lenta, vimos como el reinado de Gamera llegaba a su fin. El impacto fue certero y sonó seco, pero rotundo. Recuerdo que rodó unas milésimas de segundo sobre la cabeza de la peonza de Cuenca, hasta que cedió a la presión y Gamera se partió como una nuez.
El público hablaba y se dispersaba, yo cogí mi peonza y miré a Cuenca, que recogía el cadáver de Gamera, se alejó sin decirme nada.
“¿Cómo se llama tu peonza?”, me preguntó el profesor de Literatura. “Libertaria”, “¡Cómo no!”.

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