jueves, 14 de febrero de 2013

ESTOY CONSTIPADO


Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer La peste de Albert Camus y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Se acercó a mí con una sonrisa pícara, burlona, pero con malicia, esperando una respuesta que cojeara por mi parte para arremeter contra mí. Ser sarcástico e irónico conlleva eso: el intento continuo de la gente para dejarte en ridículo. “Se acerca San Valentín, ¿qué le vas a regalar a Gal·la?”. Pero yo la olí, la olí antes de que ella saliese de su casa, antes de que se despertase, yo ya había ido y vuelto un par de veces, yo he inventado ese juego.

La miré arqueando una ceja y sonreí, sabiéndome ganador de esa batalla verbal de antemano. “Nada, los centros comerciales no me tienen que decir cuándo regalarle algo a mi mujer”, “Vaya, que excusa barata, ¿no será que eres un poco rancio?”. Ahí, por fin, había llegado el ataque frontal; la mujer hinchó el pecho, se creía vencedora, miró a su alrededor para que la gente supiese que había clavado su aguijón envenenado en ese maldito sarcástico. “¿Y tu marido, te regala cosas por San Valentín?”, “Por supuesto, es el día de los enamorados”, se pavoneó. “Yo a mi mujer le regalo cosas constantemente, además de mi amor incondicional y mi respeto. Tú, por lo contrario, cuando llegues a casa tendrás que hacerle la cena, limpiarle la ropa y quizás hacerle una mamada para darle las gracias por la caja en forma de corazón de bombones baratos que te ha comprado; en definitiva, yo quiero más a mi mujer que tu marido a ti”. ¿No escucháis? Son las campanas de la victoria, el ruido de un pequeño corazón de piedra grisácea rompiéndose, ¿dardos envenenados?, ¿a mí?
El día de los enamorados, el día del padre, de la madre, me los paso por el arco del triunfo. ¿Significará que quiero más a mi madre si le regalo un frasco de perfume el día que marca el calendario?, ¿o será más hermoso que un día, un día cualquiera, la invite a comer y a media comida le diga: “Te quiero, mamá”?
Porque supongo que a una madre hay que quererla. Las madres hacen cosas terribles, terribles de verdad, y lo hacen a lo largo de toda tu vida. Pero nada tan odioso como para dejar de quererlas. Por supuesto hay límites, imagino que si una madre mata a tu perro y atropella a tu mujer, bueno, ahí comprendería que tu amor de hijo disminuyese sensiblemente. Pero, en definitiva, como dice el refrán, madre no hay más que una, y yo digo por suerte, no creo que un adolescente normal pueda soportar a dos madres bajo el mismo techo. Por eso el otro día, en uno de mis desvaríos, pensé en los hijos de madres lesbianas. Por supuesto no creo que haya ningún problema en lo que llaman “modelos de familias alternativas”; de todos modos, no entiendo bien qué es una familia alternativa, a la persona que acuñó ese término le hubiese invitado yo un fin de semana a mi casa un mes antes de que mis padres se disociasen. ¿Alternativo? Eso era Camboya. Como decía, no estoy en contra de las familias con padres del mismo sexo, en realidad, me da exactamente igual. Pero me da un escalofrío cuando pienso en las familias de madres lesbianas. ¿Podéis llegar a imaginar el poder que se desencadena con dos madres de un mismo retoño bajo un mismo techo? La situación puede ser abominable.
Yo acostumbraba a sentarme en la cocina, grandes momentos de mi vida los he pasado en una cocina, me sentaba en una silla de metal junto al mármol y leía o escuchaba la radio con mi madre. Un día, lo recuerdo como fatídico, estaba yo sentado en la silla leyendo un libro que me habían regalado, uno de Manolito Gafotas, creo, y mi madre pelaba unas zanahorias para la ensalada. De golpe paró de pelar y, con una zanahoria en una mano y con el cuchillo en la otra, se puso en jarras y me miró. Hoy, con los años y la experiencia que estos dan, puedo decir sin temor a equivocarme que una mujer en jarras es la calma que precede a la tempestad. Si alguno de mis lectores ve, y lo verá a cámara lenta, como una mujer se pone en jarras, lo mejor que puede hacer es salir corriendo, soltar lo que tenga en las manos y empezar a correr. Lo más probable es que vuestra carrera sea inútil, pero por lo menos lo habréis intentado. Así pues, con los brazos en jarra y la mirada clavada en mí, me preguntó: “¿Tú te masturbas?”. Ese día me hice un hombre. Una madre, cuando aún no eres un hombre, no te pregunta; una madre es taxativa, no pregunta cuando eres un niño si te has cagado encima, dice: “El niño se ha cagado”, punto. O no pregunta si te gusta la ropa que te va a comprar, ella la compra. Pero esa vez, esa terrible vez, preguntó. Y fue una pregunta macabra, desagradable en todos los sentidos; oír la palabra “masturbar” de boca de una madre es repugnante. Pensadlo, MASTRUBAR. No puedo reproducirlo. Me la quedé mirando con los ojos enormes, me levanté lentamente, como debe moverse un cervatillo delante del lobo que lo acecha con la mirada, esperando que sea lo suficientemente bobo como para no percatarse de que está intentado huir. Nunca me recuperé de esa pregunta, a veces despierto a media noche sudoroso, y en la oscuridad Frida me mira con los ojos brillantes y me asusto, se parecen a los de mi madre, y miro a Gal·la y pido a los dioses que ella nunca sea como será dentro de unos años. Madre.
Lo inquietante de la pregunta no fue lo repugnante que en ella radicaba, sino el sinsentido de la cuestión. Una madre lo sabe, por supuesto que lo sabe, ¿o a caso cree que la montaña de kleenex de la papelera están causados por un constipado veraniego? Lo sabe y quiere purgarte por los pecados masturbatorios, quiere oírlo en voz alta y de tu boca.
Como os he dicho antes, uno no puede huir de una madre, ella siempre estará ahí para retomar la conversación donde ella la dejó: “¿Tú te masturbas?”. Otra vez la flecha cherokee atravesándome el tórax, me puse nervioso, claro, me había acorralado, miré a mi padre sentado en el sofá leyendo el periódico. Es increíble lo cobardes que somos los hombres a veces. Se escondía tras las páginas del diario y pensé: “¡Cobarde, gallina, achantado, cagón!”, pero debo decir en su defensa que yo tampoco me hubiese metido por medio. El labio inferior me temblaba y las manos me sudaban, no podía escapar, ella quería lo que le pertenecía, quería su presa, una respuesta, pero no cualquier respuesta, SU respuesta. Apreté los puños, respiré hondo y dije: “Estoy constipado”.
Cuando abrí los ojos ella había desaparecido, la vi alejarse camino a la cocina, y miré a mi padre, que había salido de su escondite de papel, nos miramos y encogimos los hombros. Ahora entiendo que ella ganó, me humilló y sabía que la verdad era suya. Madre no hay más que una, sólo espero que nunca descubra un lesbianismo oculto que me termine por arruinar.

1 comentario:

  1. Como diría Sho Hai "Vivo en laberintos de tinta y bebo ríos de tinto".
    Me ha entretenido mucho el texto y muy cierto lo de las madres.

    Un abrazo de Sergio Morente

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