Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer La peste de Albert Camus y, mientras lo ojeaba y
acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Se acercó a mí con una sonrisa
pícara, burlona, pero con malicia, esperando una respuesta que cojeara por mi
parte para arremeter contra mí. Ser sarcástico e irónico conlleva eso: el
intento continuo de la gente para dejarte en ridículo. “Se acerca San Valentín,
¿qué le vas a regalar a Gal·la?”. Pero yo la olí, la olí antes de que ella
saliese de su casa, antes de que se despertase, yo ya había ido y vuelto un par
de veces, yo he inventado ese juego.
La miré arqueando una ceja y sonreí,
sabiéndome ganador de esa batalla verbal de antemano. “Nada, los centros
comerciales no me tienen que decir cuándo regalarle algo a mi mujer”, “Vaya,
que excusa barata, ¿no será que eres un poco rancio?”. Ahí, por fin, había
llegado el ataque frontal; la mujer hinchó el pecho, se creía vencedora, miró a
su alrededor para que la gente supiese que había clavado su aguijón envenenado
en ese maldito sarcástico. “¿Y tu marido, te regala cosas por San Valentín?”,
“Por supuesto, es el día de los enamorados”, se pavoneó. “Yo a mi mujer le
regalo cosas constantemente, además de mi amor incondicional y mi respeto. Tú,
por lo contrario, cuando llegues a casa tendrás que hacerle la cena, limpiarle
la ropa y quizás hacerle una mamada para darle las gracias por la caja en forma
de corazón de bombones baratos que te ha comprado; en definitiva, yo quiero más
a mi mujer que tu marido a ti”. ¿No escucháis? Son las campanas de la victoria,
el ruido de un pequeño corazón de piedra grisácea rompiéndose, ¿dardos
envenenados?, ¿a mí?
El día de los enamorados, el día
del padre, de la madre, me los paso por el arco del triunfo. ¿Significará que
quiero más a mi madre si le regalo un frasco de perfume el día que marca el
calendario?, ¿o será más hermoso que un día, un día cualquiera, la invite a
comer y a media comida le diga: “Te quiero, mamá”?
Porque supongo que a una madre
hay que quererla. Las madres hacen cosas terribles, terribles de verdad, y lo
hacen a lo largo de toda tu vida. Pero nada tan odioso como para dejar de
quererlas. Por supuesto hay límites, imagino que si una madre mata a tu perro y
atropella a tu mujer, bueno, ahí comprendería que tu amor de hijo disminuyese
sensiblemente. Pero, en definitiva, como dice el refrán, madre no hay más que
una, y yo digo por suerte, no creo que un adolescente normal pueda soportar a
dos madres bajo el mismo techo. Por eso el otro día, en uno de mis desvaríos,
pensé en los hijos de madres lesbianas. Por supuesto no creo que haya ningún
problema en lo que llaman “modelos de familias alternativas”; de todos modos,
no entiendo bien qué es una familia alternativa, a la persona que acuñó ese término
le hubiese invitado yo un fin de semana a mi casa un mes antes de que mis
padres se disociasen. ¿Alternativo? Eso era Camboya. Como decía, no estoy en
contra de las familias con padres del mismo sexo, en realidad, me da
exactamente igual. Pero me da un escalofrío cuando pienso en las familias de
madres lesbianas. ¿Podéis llegar a imaginar el poder que se desencadena con dos
madres de un mismo retoño bajo un mismo techo? La situación puede ser
abominable.
Yo acostumbraba a sentarme en la
cocina, grandes momentos de mi vida los he pasado en una cocina, me sentaba en
una silla de metal junto al mármol y leía o escuchaba la radio con mi madre. Un
día, lo recuerdo como fatídico, estaba yo sentado en la silla leyendo un libro
que me habían regalado, uno de Manolito Gafotas, creo, y mi madre pelaba unas
zanahorias para la ensalada. De golpe paró de pelar y, con una zanahoria en una
mano y con el cuchillo en la otra, se puso en jarras y me miró. Hoy, con los
años y la experiencia que estos dan, puedo decir sin temor a equivocarme que
una mujer en jarras es la calma que precede a la tempestad. Si alguno de mis
lectores ve, y lo verá a cámara lenta, como una mujer se pone en jarras, lo
mejor que puede hacer es salir corriendo, soltar lo que tenga en las manos y
empezar a correr. Lo más probable es que vuestra carrera sea inútil, pero por
lo menos lo habréis intentado. Así pues, con los brazos en jarra y la mirada
clavada en mí, me preguntó: “¿Tú te masturbas?”. Ese día me hice un hombre. Una
madre, cuando aún no eres un hombre, no te pregunta; una madre es taxativa, no
pregunta cuando eres un niño si te has cagado encima, dice: “El niño se ha
cagado”, punto. O no pregunta si te gusta la ropa que te va a comprar, ella la
compra. Pero esa vez, esa terrible vez, preguntó. Y fue una pregunta macabra,
desagradable en todos los sentidos; oír la palabra “masturbar” de boca de una
madre es repugnante. Pensadlo, MASTRUBAR. No puedo reproducirlo. Me la quedé
mirando con los ojos enormes, me levanté lentamente, como debe moverse un
cervatillo delante del lobo que lo acecha con la mirada, esperando que sea lo
suficientemente bobo como para no percatarse de que está intentado huir. Nunca
me recuperé de esa pregunta, a veces despierto a media noche sudoroso, y en la
oscuridad Frida me mira con los ojos brillantes y me asusto, se parecen a los
de mi madre, y miro a Gal·la y pido a los dioses que ella nunca sea como será
dentro de unos años. Madre.
Lo inquietante de la pregunta no
fue lo repugnante que en ella radicaba, sino el sinsentido de la cuestión. Una
madre lo sabe, por supuesto que lo sabe, ¿o a caso cree que la montaña de kleenex de la papelera están causados
por un constipado veraniego? Lo sabe y quiere purgarte por los pecados
masturbatorios, quiere oírlo en voz alta y de tu boca.
Como os he dicho antes, uno no puede
huir de una madre, ella siempre estará ahí para retomar la conversación donde
ella la dejó: “¿Tú te masturbas?”. Otra vez la flecha cherokee atravesándome el tórax, me puse nervioso, claro, me había
acorralado, miré a mi padre sentado en el sofá leyendo el periódico. Es
increíble lo cobardes que somos los hombres a veces. Se escondía tras las
páginas del diario y pensé: “¡Cobarde, gallina, achantado, cagón!”, pero debo
decir en su defensa que yo tampoco me hubiese metido por medio. El labio
inferior me temblaba y las manos me sudaban, no podía escapar, ella quería lo
que le pertenecía, quería su presa, una respuesta, pero no cualquier respuesta,
SU respuesta. Apreté los puños, respiré hondo y dije: “Estoy constipado”.
Cuando abrí los ojos ella había desaparecido, la vi alejarse camino a la
cocina, y miré a mi padre, que había salido de su escondite de papel, nos
miramos y encogimos los hombros. Ahora entiendo que ella ganó, me humilló y
sabía que la verdad era suya. Madre no hay más que una, sólo espero que nunca
descubra un lesbianismo oculto que me termine por arruinar.
Como diría Sho Hai "Vivo en laberintos de tinta y bebo ríos de tinto".
ResponderEliminarMe ha entretenido mucho el texto y muy cierto lo de las madres.
Un abrazo de Sergio Morente