domingo, 24 de febrero de 2013

JAB VERBAL


Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer Los de la mesa 10 de Osvaldo Dragun y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Tuve una pelea, tuve demasiadas y algunas no las recuerdo con nitidez. Pero esa había sido apoteósica; por lo que puedo recordar, desperté en mi cama, dolorido y con heridas por todo el cuerpo. Era una época jodida, las peleas eran continuas y ya habían perdido el sentido poético, si es que en algún momento lo habían tenido.

Estaba en calzoncillos tumbado en la cama, me dolía la espalda, me habían golpeado con la hebilla de un cinturón, no lo recordaba bien. Me giré y vi a mi padre sentado en mi escritorio. Por entonces, yo aún vivía con mis padres, y el de mi habitación era el único ordenador que había en la casa y mi padre entraba las mañanas de los fines de semana mientras yo dormía para leer la prensa o mandar algún correo. Esta vez el ordenador estaba apagado y él fumaba, y el humo serpenteaba entre los haces de luz que dejaba entrar la persiana.
Se levantó con el cigarrillo entre los dientes y levantó la persiana, que hizo demasiado ruido. Un largo cilindro de ceniza pendía del pitillo y, cuando con lo sostuvo con los dedos, cayó al suelo, él lo esparció con el pie. “Espero que el otro haya quedado peor”, me dijo. Me senté en la cama y él acercó una silla. No era un dolor terrible el que sentía, era más parecido a las agujetas que al dolor propiamente dicho. Me miré las manos y aún llevaba puestos los anillos, el viejo sello de mi familia estaba manchado de sangre, me humedecí el pulgar de la mano izquierda con la lengua y lo limpié lentamente.
No esperaba un sermón de mi padre; mi padre no sermonea, mi padre escucha, habla y golpea con la voz. Cuando le planteé que quería dejar los estudios, nos sentamos, escuchó, hablo y me golpeó con la voz. Cuando le dije que me quería ir a vivir a Buenos Aires, nos sentamos, escuchó, habló y me golpeó con la voz.
Lo miré, seguía en calzoncillos, él, como mi abuelo, andaba poco en pijama, por lo menos en esa época siempre estaba vestido de calle. Mi miró a través de las gafas. “¿Qué ha pasado?”, muchas otras veces ya se lo había contado y otras muchas no había hecho falta, él ya lo sabía. “Ese bar, ese maldito bar”, pensaba él. Entonces no me lo dijo, pero odiaba el bar donde iba. Le conté que me había peleado con unos tíos al salir de una discoteca, siempre con una buena excusa, nunca escuchó de mi boca que la pelea hubiese sido culpa mía. Pero sabe leer entre líneas y sabe cazar las palabras que pienso y no digo. Con sus manos de campesino me cogió la barbilla y me alzó la cara, me miró, luego me miró la espalda, las marcas de los correazos, creí que me habrían dejado un enorme y amoratado LEVI’S marcado en la espalda.
Una vez llegué a creer que si me peleaba era porque era como debía ser, mi abuelo era un peleador y yo tenía que serlo. Es nuestro carácter y tenemos que pelear, somos guerreros. Estúpido. Ahora tengo cicatrices y no hago nada con ellas, sólo son un recuerdo, pero no me sirven para nada.
“¿Sabes como va a terminar esto, verdad?”. Lo miré en silencio, esperando que me dijese cómo iba a terminar. “Preso o en agujero”.
Ese era el golpe, ahí me noqueó con cuatro palabras. Como un boxeador veterano endereza a un púgil amateur que se ha pasado de listo, jab de izquierda marca la distancia, otro jab de izquierda, esta vez directo a la nariz, para indicar al joven que quien manda no es él. Se aparta, da un paso atrás, el joven no puede atacar y vuelve con un uppercut de izquierda y termina con un swing con la diestra y se acabó, al país de nunca jamás. Cuatro palabras bastaron. Me dejó llorar solo, luego volvió, me levantó y me abrazó.
Una vez, me robaron un hermoso reloj de aviador que me había regalado mi padre, lo trajo de las Islas Canarias en uno de sus viajes. Creo que tendría once o doce años, y dos chicos mayores me acorralaron en un garaje, me golpearon y me robaron el reloj. Cuando llegué a casa mi padre vio el golpe en la cara. “Si un día llegas sangrando a casa, yo no te pegaré más”. Cuando lo abracé y él recorrió las marcas del cinturón en mi espalda comprendí lo que me quiso decir, pero no era demasiado tarde, por suerte no lo era.
¿Cuántos golpes puede llevarse un boxeador antes de quedar sonado?, ¿Cuántas decepciones se puede llevar un padre antes de darse por vencido? Supongo que el segundo tiene más fuelle que el primero.

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