jueves, 21 de febrero de 2013

MI DIOS


Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer El faro del fin del mundo de Julio Verne y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Sabía de su existencia antes de que ellas supiesen de la mía. Algo raro había en el ambiente. Despedí a Gal·la, como cada día, en el quicio de la puerta, “Qué tengas un gran día”, le dije. Y cuando cerré la puerta, miré a Frida, ella también me miró y ambos supimos que el ambiente no estaba como debería estar.

Fregué los platos de la cena anterior, me lié un cigarrillo y prendí el ordenador. Desde la ventana de mi estudio miré una planta que agonizaba, seca, marrón; el invierno había hecho de las suyas y, por supuesto, la falta de agua, un asesinato, supuse. Los llantos de los niños traspasaban el cristal, niños que eran entregados en las manos de las maestras de la guardería que ocupa los bajos del edificio.
Frida entró en el despacho, parecía desconcertada, maulló y me miró como queriendo decir: “Bueno, ¿qué?, ¿no piensas hacer nada?”. No sabía qué hacer, sabía que algo no andaba bien, pero no sabía qué era. La sensación extraña era parecida a la que se tiene cuando uno se va de casa y cree que se ha dejado el gas encendido, pero no está seguro y tiene que volver y comprobarlo, el problema era que yo no sabía qué sucedía y no podía comprobar nada.
No estaba para nada deprimido, mi ánimo era bueno, no había sucedido nada ni el día anterior ni durante la noche que me hiciera estar de mal humor, incluso el cielo gris que observaba a través de la ventana me parecía lógico, no me entristecía. Pero todo indicaba que algo no iba bien.
Ahora las imagino tomándose un café con leche y un cruasán en un bar, no sé si un bar coqueto, en mi imaginación se manifiesta como un bar normal, un bar de cafés, quizá una granja donde antaño no se servían bebidas alcohólicas. Vestidas con blusas blancas cerradas al cuello con un broche dorado, en forma de pájaro o de flor con piedras, falsas seguramente. Faldas plisadas color azul marino, medias tupidas y zapatos con cordones. Una bolsa de papel con sus papeles y sus respectivos bolsos cruzados, como los llevan las abuelas. En apariencia tan buenas, pero tan dañinas para mí.
Hay algo que me molesta muchísimo de esta clase de mujeres, no es su cometido en la vida, que es algo realmente repugnante, es más bien la capacidad que tienen para que la gente no se enfade con ellas. Parece que su olor a colonia barata o de niño, sus arrugas y sus ojos agradables transmitan una especie de paz mágica que imposibilita a la gente. Los convierte en seres dulces y sus semejantes son incapaces de enfadarse con ellas. Por suerte (y no por desgracia) por alguna extraña razón tengo la maravillosa habilidad de poder enfadarme con cualquier tipo de persona. Una monja, por ejemplo, en el imaginario popular las monjas deberían ser gente buena y amable, pero a mí no me resultan más o menos amables que el estanquero; si el estanquero dice una impertinencia, se lo diré con la misma sinceridad a él o a una monja.
Las sigo imaginando cogidas del brazo, saliendo de la granja, diciendo adiós amablemente, el camarero con una sonrisa y un movimiento de mano las despide. Caminan por la calle, pequeños pasitos, siguen cogidas del brazo y cruzan en verde y alborotan el pelo de los niños y sonríen a las madres, hablan con el cartero del barrio y llegan a mi portal.
En ese momento fue cuando la sensación se hizo más intensa, Frida apareció de la nada, saltó entre el respaldo de la silla y mi espalda para encaramarse en la mesa, resbaló sobre las tapas satinadas de un libro y salió por la ventana; miré y no vi ningún pájaro, nada. Con otro cigarrillo en la mano salí al balcón, ahí estaba bajo el limonero, entre la mesa y el ventanal. “¿Qué te pasa, gata miedosa?, ¿qué has visto?”, ella maulló, fue un maullido largo; me acerqué a ella y la acaricié, la agarré y la llevé dentro, hacía frío. Sonó el timbre de la puerta, ella se asustó, más de lo normal, tensó la espalda y se escurrió de mis brazos para escabullirse de nuevo a la terraza. Mal augurio, los animales huyen de los tsunamis antes de que los hombres sepamos qué es lo que carajo sucede, y cuando sucede ya es demasiado tarde, agua y caos. Me dirigí a la entrada y pregunté por el pasillo: “¿Quién es?”. La voz era demasiado tenue como para averiguar qué es lo que habían dicho, eché un vistazo por la mirilla y ahí las vi: pequeñas, indefensas, agradables ancianas. Pero ya sabía qué sucedía, sabía de su existencia antes de que ellas supieran de la mía. Venían a robarme, a robarme y a mentirme, a mentirme y a engañarme. Tenían una sola misión: hacerme creer que más arriba de los aviones y los misiles estadounidenses hay un señor que vela por mí.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo, normalmente estas situaciones me disgustan y me encantan, es una sensación extrañísima. Una sensación de dolor y placer, como rascarse una picadura de mosquito. Me puse nervioso, como un actor primerizo antes de salir a escena, incluso pensé en no salir al escenario, en quedarme tras la puerta respirando lento para que no me escucharan, pero ese no era yo. Le eché valor al asunto y también le eché dramatismo: hice girar lentamente la llave en la cerradura, para deshacer las dos vueltas tardé varios segundos y, mientras lo hacía, las observaba por la mirilla. Se preparaban, una de ellas se atusaba el pelo, la otra se acomodaba los puños de la blusa, sonreí. Normalmente abro la puerta en calzoncillos, pero, realmente, la extraña sensación que me había seguido toda la mañana no me había dejado prepararme. Por fin abrí la puerta. Y las pude ver en todo su esplendor. Gafas grandes, de abuela, sonrisa de dentadura y olor a antiguo. “Buenos días”, dijeron al unísono.
No es preciso que os diga qué es lo que sucedió, pero lo haré, lo haré porque con ello quiero dar ejemplo y me gustaría que este texto se leyera en las escuelas y en los institutos para que los jóvenes sepan como comportarse, una especie de clase de ética.
Grité, grité como si me estuvieran pinzando los testículos con unas pinzas de batería. Ellas se asustaron, imagino que no esperaban semejante reacción. Otras veces, cuando me he encontrado en la misma tesitura, les he indicando que no podía atenderlas porque estaba practicando un aborto ilegal a mi sobrina de doce años en el cuarto de baño y tenía miedo de que se desangrase mientras hablaba con ellas. Pero ese día no me sentía irónico, la tensión de la mañana no me había permitido prepararme para el sarcasmo, así que grité. Les recordé que el único dios que habían visto en su puta vida estaba frente a ellas, que pesaba cien quilos y se afeitaba la cabeza con cuchillas descartables. Creo que incluso alguna salpicadura de saliva les manchó las rebecas que llevaban encima de las blusas. “¡No hay más dios que yo mismo, vejas!”. Se ofendieron, por supuesto; una de ellas quería convencerme, pero la otra le tiraba del brazo, asustada.
Bajaron por las escaleras, pero yo me quedé gritando, viendo como descendían lo más rápido que sus viejos y religiosos huesos les permitían. No odio más a esas ancianas que a las demás, ya sabéis lo que opino: hasta que no se demuestre lo contrario, todo el mundo… en fin, basura religiosa. Mi religión son mi mujer y mi gata. ¡Qué mierda!  Dios vive en Buenos Aires y fue un jugador excepcional a pesar de drogarse como un animal. Dioses… ¡a mí!

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