Tiene
que ser por pasión, de ninguna otra forma sería comprensible.
Las
pasiones no se pueden explicar. Una pasión es algo irracional e íntimo. Tanto
que, al no poder explicarlo, no se debe intentar. ¿Por qué debo contarle a
algún fulano que colecciono navajas?, ¿por qué debería entender Mengano que
cuando escucho un tango de Gardel se me erizan los pelos de la espalda?
Peter
Buckley debía pensar lo mismo. Disputó trescientas peleas y perdió doscientas
cincuenta y seis. El boxeador inglés es considerado el peor boxeador de todos
los tiempos; también puede ser calificado como un estúpido, un sonado, un
imbécil, un fracasado adicto a la derrota, pero yo quiero pensar que era simple
y llanamente un apasionado.
Dice
Francella en la película El secreto de sus
ojos: “El tipo puede cambiar de todo. De cara, de casa, de familia, de
novia, de religión, de dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar Benjamín.
No puede cambiar la pasión”. Al eternamente noqueado Buckley le hicieron besar
la lona un par de centenares de veces, pero aún así se levantó, se fue al
vestuario, se duchó y se fue a casa. Lo imagino sonriendo: “una más, qué
maravilla”, “una pelea más, que gozada”. Lo llamaban y siempre estaba a punto:
peleas de entretenimiento, peleas amateurs,
peleas para hacer subir a otros púgiles, peleas por cuatro duros, peleas en
garitos insalubres, en gimnasios de mala muerte… Daba igual, es indistinto, es
una pasión: se hace lo que haga falta y se va donde haga falta.
Desconozco
si el que no tiene una pasión es plenamente feliz o no, pero lo que sí puedo
decir es que los que la tenemos experimentamos algo que los que no la tienen no
podrán experimentar jamás. Una extraña sensación parecida al primer beso, un
cosquilleo que recorre la espalda, una subida de adrenalina extraordinaria. Y
es totalmente indistinto que seamos buenos o malos en esa pasión; da igual que
un apasionado de la pintura sea un pésimo pintor, un terrible retratista: él agarra
el pincel, se coloca delante del lienzo y pinta, lo hace con ganas, sonriendo,
gozando, olvidando cualquier problema. Más potente que cualquier droga, que
cualquier religión, es, señores, una pasión.
Cuando
Peter Buckley se retiró tenía en sus costillas 1734 rounds, tantos como buenos
momentos vividos. Sí, perdió sin cesar, hizo de la derrota un arte, un modus vivendi, pero qué más da, hacía lo
que le gustaba. Y se retiró con honores, sus compañeros y amigos le
homenajearon con un trofeo por su carrera. Trescientas peleas. Si el lector
entiende lo que hacía el boxeador, es porque él también es un apasionado, no
importa cómo se haga, la cuestión es hacerlo, disfrutar haciéndolo.
Dicen
sus amigos que no es cierto, que no podrá vivir retirado, que algún día le
ofrecerán otra pelea y no sabrá decir que no.
¿Decir
que no? ¿Cómo se puede decir que no ante una pasión?
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