martes, 23 de abril de 2013

1734 ROUNDS


Tiene que ser por pasión, de ninguna otra forma sería comprensible.
Las pasiones no se pueden explicar. Una pasión es algo irracional e íntimo. Tanto que, al no poder explicarlo, no se debe intentar. ¿Por qué debo contarle a algún fulano que colecciono navajas?, ¿por qué debería entender Mengano que cuando escucho un tango de Gardel se me erizan los pelos de la espalda?

Peter Buckley debía pensar lo mismo. Disputó trescientas peleas y perdió doscientas cincuenta y seis. El boxeador inglés es considerado el peor boxeador de todos los tiempos; también puede ser calificado como un estúpido, un sonado, un imbécil, un fracasado adicto a la derrota, pero yo quiero pensar que era simple y llanamente un apasionado.

Dice Francella en la película El secreto de sus ojos: “El tipo puede cambiar de todo. De cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar Benjamín. No puede cambiar la pasión”. Al eternamente noqueado Buckley le hicieron besar la lona un par de centenares de veces, pero aún así se levantó, se fue al vestuario, se duchó y se fue a casa. Lo imagino sonriendo: “una más, qué maravilla”, “una pelea más, que gozada”. Lo llamaban y siempre estaba a punto: peleas de entretenimiento, peleas amateurs, peleas para hacer subir a otros púgiles, peleas por cuatro duros, peleas en garitos insalubres, en gimnasios de mala muerte… Daba igual, es indistinto, es una pasión: se hace lo que haga falta y se va donde haga falta.

Desconozco si el que no tiene una pasión es plenamente feliz o no, pero lo que sí puedo decir es que los que la tenemos experimentamos algo que los que no la tienen no podrán experimentar jamás. Una extraña sensación parecida al primer beso, un cosquilleo que recorre la espalda, una subida de adrenalina extraordinaria. Y es totalmente indistinto que seamos buenos o malos en esa pasión; da igual que un apasionado de la pintura sea un pésimo pintor, un terrible retratista: él agarra el pincel, se coloca delante del lienzo y pinta, lo hace con ganas, sonriendo, gozando, olvidando cualquier problema. Más potente que cualquier droga, que cualquier religión, es, señores, una pasión.

Cuando Peter Buckley se retiró tenía en sus costillas 1734 rounds, tantos como buenos momentos vividos. Sí, perdió sin cesar, hizo de la derrota un arte, un modus vivendi, pero qué más da, hacía lo que le gustaba. Y se retiró con honores, sus compañeros y amigos le homenajearon con un trofeo por su carrera. Trescientas peleas. Si el lector entiende lo que hacía el boxeador, es porque él también es un apasionado, no importa cómo se haga, la cuestión es hacerlo, disfrutar haciéndolo.
Dicen sus amigos que no es cierto, que no podrá vivir retirado, que algún día le ofrecerán otra pelea y no sabrá decir que no.
¿Decir que no? ¿Cómo se puede decir que no ante una pasión?

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