La
barca está amarrada en el lado izquierdo de una plataforma de madera. En un
pilar de madera, de un clavo oxidado cuelgan unos pantalones y una camisa,
viejos, raídos.
El río
Huang He atraviesa gran parte de China, nace en las montañas de Bayan Har y, tras
atravesar siete provincias, desemboca en el mar de Bohai.
La
barca, de madera, vieja e inflada por la humedad, choca suavemente contra los
maderos de la plataforma, esta se adentra en tierra firme cinco o seis metros,
un embarcadero, humilde, abandonado. Es el distrito de Lixia, en la ciudad de
Jinan.
Ha
amanecido hace un par de horas, el otoño ha comenzado con suavidad y el frío
aún no es acuciante. El agua está calma, recorre las orillas con suavidad,
arrastrando hojas secas y pequeñas ramas; en la ribera se forman pequeñas
nueves espumosas, quizás de contaminación.
Cerca
de la pequeña y desvencijada embarcación, de lo más profundo del río emergen
dos, tres, cuatro burbujas. El agua se mueve. Cinco, seis, siete burbujas. Y
emerge como un tronco arrastrado por las corrientes profundas el viejo Chen.
Alzando la cabeza fuera del agua, toma aire, abriendo la boca y mostrando seis
dientes intactos casi en perfecto estado. Saca el brazo derecho del agua y se
apoya en la barca, “No aguantará —piensa—, pesa
mucho”. Intentando no hundirse de nuevo, saca a flote un bulto, algas y barro
lo cubren. De espaldas y nadando torpemente con un solo brazo llega hasta la
orilla; aún no sale del agua, se sienta en el fango y se pasa la mano por la
cabeza, escasa de pelo, redonda, sucia. Recupera el aliente y tira del bulto,
pone un pie en la plataforma de madera y consigue subirlo. “Era joven y
grande”.
Aún
mojado, comienza a abotonarse la camisa, sostiene un cigarrillo sin filtro
entre los labios y, entornando los ojos, mira el cadáver que reposa sobre la
madera del muelle. Está desnudo; las aguas, suponiendo que venga de muy lejos,
habrán arrancado sus ropas y, si no lo han hecho las aguas, las rocas las
habrán hecho jirones, que más da, quizás ya estaba desnudo. Se acerca al cuerpo
y se pone en cuclillas junto al cuerpo. Era un hombre joven, treinta años
máximo, su hijo tendría esa edad si el río… Mira el río y suspira echando humo
por la boca y por la nariz, si el río no se lo hubiese llevado. Aparta el pelo
de la cara del difunto y mira la cara, hinchada como el resto del cuerpo, los
ojos cerrados amoratados igual que los labios.
Al
funcionario del periódico local no le gusta Chen, le da escalofríos. Huele a
fango, a pescado podrido, a río muerto. No le gusta que venga directamente del
río, con su vieja bicicleta, con el carro atado a una cadena, con un bulto
tapado por una lona de plástico. No le gusta tener un cadáver en su porche.
Chen entra, con la gorra entre las manos. Mira al funcionario, que lo mira tras
la mesa de la entrada. A Chen tampoco le gusta el funcionario, el joven Fu es
quien es porque su padre es quien es. ¿Cuántos cartones de tabaco americano
habrá pagado su padre para conseguirle ese puesto de funcionario? Fu le sonríe,
pero sabe que en realidad no está sonriendo, está planeando; si Fu mandase,
mejor dicho, cuando Fu mande, ya no podrá entrar en el periódico. Otro anuncio,
ha encontrado otro cuerpo, en el río, claro, cerca del embarcadero del camino
de la vieja fábrica.—¿Descripción?
—Joven,
treinta años, pelo negro, tres o cuatro días muerto.
Fu
apunta con un lápiz de papel. Mañana aparecerá el anuncio. Chen ya lo sabe, ha
puesto cerca de quinientos anuncios, pero nunca el anuncio de su hijo. Ha
puesto quinientos anuncios de quinientos cuerpos que ha encontrado; ha
encontrado cuerpos de muertos que ni siquiera sabía que estaban muertos, y su
hijo que está muerto, ahogado, hundido, lleno de fango, su hijo no flota.
Al día
siguiente no sale con su barca, se queda en casa, cerca del río. Un río que le
da todo lo que necesita y le quitó todo lo que tenía. Un río oscuro, sucio y
serpenteante. Se sienta en un bote de pintura del revés, come arroz, quieto,
callado, masticando poco a poco. Se enciente un cigarrillo y tira la ceniza en
el cuenco, lentamente. Una barcaza pasa frente a él, con ruido de motor oxidado;
el chatarrero, él también lo es, sonríe, nunca había caído, él también es
chatarrero. El recolector de hierro herrumbroso lo mira pero no lo saluda, Chen
también lo mira, da una larga calada a la colilla del cigarrillo y la brasa le
llega a los dedos, ya no se quema.
Una
pareja lo espera en la puerta de su casa. Una vieja casa de ladrillos y chapa.
El hombre, vestido con camisa de cuello redondo y gorra blanda, la mujer, de
negro, ojos rojos y el pelo mal recogido. Junto a ellos una maleta de cartón.
—El
señor Chen.
El
pescador de cadáveres asiente con el cuenco aún en la mano. Se limpia la palma
con la trasera del pantalón y se la entrega al hombre.
—Somos…
Chen
vuelve a asentir, sin mediar palabra abre la puerta y deja paso a la pareja.
Una mesa y dos sillas, un camastro, un calendario colgado de la pared y un
quinqué.
Junto
al camastro, una camilla de madera, madera vieja y maloliente, una sábana cubre
el cuerpo, incienso a sus pies y flores sobre el pecho. La madre, quien Chen cree
que debe ser la madre, aún no llora, pero el labio inferior le tiembla y los
ojos se le humedecen. Chen señala el bulto y el hombre, soltando la mano de su
esposa, se acerca, en cuclillas levanta levemente la sábana y mira la cabeza
del difunto.
Chen
los lava, les echa agua limpia, les quita las hojas de la boca, les desenreda
el pelo y les limpia las uñas de las manos y de los pies. El hombre mira a su
mujer y asiente.
—¿Dónde
lo encontró?
La
mujer se queda dentro de la casa, aún no se ha acercado al cuerpo de su hijo.
El hombre y Chen caminan hacia la orilla del río, fuman.
—Desapareció
una noche, preguntamos a sus amigos pero no sabían nada.
Chen
comprende. Asiente, no es preciso hablar, el caballero de la gorra no lo
necesita. Señala un lugar indeterminado, al sur. Ahí fue.
—¿Cuánto
tenemos que pagarle?
—Quinientos.
El hombre fuma. El padre llora.
—No
tenemos dinero. Hemos gastado todo en el viaje hasta aquí.
Chen da media vuelta y mira al
hombre, este lo sigue. Rodean la casa, hay unos arbustos altos, Chen los cruza.
Tras los arbustos, entre dos árboles viejos y retorcidos hay una especie de
descampado con flores y césped. Sólo ha vendido cuarenta cuerpos. El hombre
tira la colilla al suelo. Mira los montículos coronados por flores frescas.
—¿Todos
estos?
Chen se mete las manos en los
bolsillos, nadie lo entiende.
—Nuestro
hijo…
—Ya
estaba enterrado, yo lo hice flotar, yo lo enterraré de nuevo.
Vio a la pareja alejarse por el
camino, la madre se apoyaba en el brazo de su marido. No miraron atrás.
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