viernes, 26 de abril de 2013

CINE A RAUDALES


Pensé en el mítico Can Pistolas. Era la forma en que la gente llamaba al cine Capitol, hoy reconvertido en teatro y que albergó durante años el espectáculo del eterno Pepe Rubianes. Me contaba mi abuelo que cuando él era pequeño se llevaban un bocadillo al cine porque daban doble sesión de películas de indios y vaqueros, por eso lo de Can Pistolas. Sólo películas de indios y vaqueros, como les llamaban entonces, western es como les llamamos ahora.


Pensé en él cuando esperaba a que el empleado del cine llegase para abrirnos la puerta. Eran las once de la mañana, no de un sábado cualquiera, sino del que Gal·la y yo habíamos elegido para darnos una panzada de cine, una maratón digna de cualquier cinéfilo que se precie. Por el precio de una entrada, todas las películas que puedas ver hasta las doce de la noche.  Es un cine situado en unas galerías del centro de la ciudad, unas galerías que otrora fueron pomposas y llenas de vida y que hoy parecen el esqueleto de una enorme ballena, con tiendas cerradas y vacías de gente.

Parece que este cine, en contra de la voluntad popular y de un estado que le pone cadenas en forma de IVA a la cultura, quiere sobrevivir, como un pez que fuera del agua da bocanadas y se mueve espasmódicamente para conseguir llegar de nuevo al río. Y en este intento oferta al público la compra de una entrada válida para todas las películas de la jornada. Sólo de pensarlo, de nuevo se me hace la boca agua; unas mejores, otras peores, pero, al fin y al cabo, es cine, cine a precio casi de coste. Cultura a precio real, a un precio asequible; de otra forma no podríamos ver cuatro películas seguidas. Arruinados estaríamos los que, como Gal·la y yo, nos apasiona el cine.

Sesiones matutinas, eso es lo que daban en el Club Capitol y lo que yo me disponía a hacer. Un cine a las once de la mañana, inaudito para la gente de mi edad. Maravilloso.
No es una exageración poética (¿poética?) si digo que en la primera sesión estábamos solos. Completamente solos. No había nadie más en la sala. Como un excéntrico multimillonario que se construye una sala de cine en su casa. Con asientos que nunca llenará. Así me sentía. Antiguo cine con un escenario que puede utilizarse para funciones teatrales, custodiado por dos suntuosas columnas corintias pintadas sobre el yeso muerto. Moqueta ajada y sillones blandos pisoteados durante años por cientos de culos.

Me apoltroné, no me descalcé por decoro, pero podría haberlo hecho, estaba en el salón de mi casa, Gal·la sonreía, sabía que al descubrir esta promoción me había hecho un hombre feliz. Le hablé bajito y luego reí, ante la absurdez de hablar entre susurros en un cine que sólo contaba con dos espectadores. ¿Qué sentido tenía eso? ¿Se acordaría el empleado de poner el rollo? ¿Recordaría que estábamos ahí? Tenía un sentido, por supuesto. Hacerme disfrutar como un auténtico loco. Eso había sido montado para mí. La única opción es que alguien pensase en mí cuando montaba aquel tinglado. Un cine vacío, una buena película en compañía de mi mujer, sólo me faltaba un buen vaso de licor y un cigarrillo, la guinda del pastel.

Sólo recuerdo otra vez que disfruté tanto en un cine. Acudí con un amigo a los desaparecidos cines París del Portal del Ángel de Barcelona a ver una reposición (en realidad no era una reposición sino el montaje del director) de Apocalypse Now. Ver una película que hasta entonces sólo había podido ver en la diminuta pantalla del televisor de mi casa en una enorme pantalla de cine hizo que prácticamente flotara sobre el aterciopelado asiento. Aplaudimos a rabiar cuando salieron los títulos de crédito. Una práctica que, como tantas otras, se ha perdido. Aplaudir a unos actores que no saben que están siendo aplaudidos.

¡Cuatro películas seguidas! Salimos cansados, extasiados, con los ojos débiles de tanta oscuridad, con los huesos crujientes y con una sonrisa. Y si no tuviese que ocupar mis manos con el teclado y otros quehaceres, es probable que aún ahora siguiera aplaudiendo semejante genialidad, que me doliesen las palmas de las manos de aplaudir, pero, incansable, seguiría. Aplaudiría al genio al que se le ocurrió tal maravilla maratoniana y a la genial muchacha a la que se le ocurrió “perder” un día entero conmigo, un par de butacas y cine a raudales. 

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