Pensé
en el mítico Can Pistolas. Era la forma en que la gente llamaba al cine
Capitol, hoy reconvertido en teatro y que albergó durante años el espectáculo
del eterno Pepe Rubianes. Me contaba mi abuelo que cuando él era pequeño se
llevaban un bocadillo al cine porque daban doble sesión de películas de indios
y vaqueros, por eso lo de Can Pistolas. Sólo películas de indios y vaqueros,
como les llamaban entonces, western es
como les llamamos ahora.
Pensé
en él cuando esperaba a que el empleado del cine llegase para abrirnos la
puerta. Eran las once de la mañana, no de un sábado cualquiera, sino del que
Gal·la y yo habíamos elegido para darnos una panzada de cine, una maratón digna
de cualquier cinéfilo que se precie. Por el precio de una entrada, todas las películas
que puedas ver hasta las doce de la noche.
Es un cine situado en unas galerías del centro de la ciudad, unas
galerías que otrora fueron pomposas y llenas de vida y que hoy parecen el
esqueleto de una enorme ballena, con tiendas cerradas y vacías de gente.
Parece
que este cine, en contra de la voluntad popular y de un estado que le pone
cadenas en forma de IVA a la cultura, quiere sobrevivir, como un pez que fuera
del agua da bocanadas y se mueve espasmódicamente para conseguir llegar de
nuevo al río. Y en este intento oferta al público la compra de una entrada válida
para todas las películas de la jornada. Sólo de pensarlo, de nuevo se me hace
la boca agua; unas mejores, otras peores, pero, al fin y al cabo, es cine, cine
a precio casi de coste. Cultura a precio real, a un precio asequible; de otra
forma no podríamos ver cuatro películas seguidas. Arruinados estaríamos los que,
como Gal·la y yo, nos apasiona el cine.
Sesiones
matutinas, eso es lo que daban en el Club Capitol y lo que yo me disponía a
hacer. Un cine a las once de la mañana, inaudito para la gente de mi edad.
Maravilloso.
No es
una exageración poética (¿poética?) si digo que en la primera sesión estábamos
solos. Completamente solos. No había nadie más en la sala. Como un excéntrico multimillonario
que se construye una sala de cine en su casa. Con asientos que nunca llenará.
Así me sentía. Antiguo cine con un escenario que puede utilizarse para
funciones teatrales, custodiado por dos suntuosas columnas corintias pintadas
sobre el yeso muerto. Moqueta ajada y sillones blandos pisoteados durante años
por cientos de culos.
Me
apoltroné, no me descalcé por decoro, pero podría haberlo hecho, estaba en el
salón de mi casa, Gal·la sonreía, sabía que al descubrir esta promoción me
había hecho un hombre feliz. Le hablé bajito y luego reí, ante la absurdez de
hablar entre susurros en un cine que sólo contaba con dos espectadores. ¿Qué
sentido tenía eso? ¿Se acordaría el empleado de poner el rollo? ¿Recordaría que
estábamos ahí? Tenía un sentido, por supuesto. Hacerme disfrutar como un
auténtico loco. Eso había sido montado para mí. La única opción es que alguien
pensase en mí cuando montaba aquel tinglado. Un cine vacío, una buena película
en compañía de mi mujer, sólo me faltaba un buen vaso de licor y un cigarrillo,
la guinda del pastel.
Sólo
recuerdo otra vez que disfruté tanto en un cine. Acudí con un amigo a los
desaparecidos cines París del Portal del Ángel de Barcelona a ver una
reposición (en realidad no era una reposición sino el montaje del director) de Apocalypse Now. Ver una película que
hasta entonces sólo había podido ver en la diminuta pantalla del televisor de
mi casa en una enorme pantalla de cine hizo que prácticamente flotara sobre el
aterciopelado asiento. Aplaudimos a rabiar cuando salieron los títulos de
crédito. Una práctica que, como tantas otras, se ha perdido. Aplaudir a unos
actores que no saben que están siendo aplaudidos.
¡Cuatro
películas seguidas! Salimos cansados, extasiados, con los ojos débiles de tanta
oscuridad, con los huesos crujientes y con una sonrisa. Y si no tuviese que
ocupar mis manos con el teclado y otros quehaceres, es probable que aún ahora
siguiera aplaudiendo semejante genialidad, que me doliesen las palmas de las
manos de aplaudir, pero, incansable, seguiría. Aplaudiría al genio al que se le
ocurrió tal maravilla maratoniana y a la genial muchacha a la que se le ocurrió
“perder” un día entero conmigo, un par de butacas y cine a raudales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario