Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer El tango de la guardia vieja de Arturo Pérez-Reverte y,
mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Es posible que ahora diga algo
que mucha gente desconoce, pero la educación no se recibe exclusivamente en la
escuela. Un padre no puede desatender la educación de un hijo al escolarizarlo,
todo lo contrario, debería apoyar aún más a su hijo y ayudarlo para afianzar
los conocimientos que le ofrecen. De todas formas, no hablo de esa clase de
educación, no hablo del conocimiento puro, de la historia, de la literatura, de
las matemáticas o de los idiomas, hablo de lo que se conoce como buena
educación.
El otro día estaba en un tren de
cercanías con Gal·la camino a la playa, a disfrutar de los primeros rayos de
sol que la primavera nos ofrece, y pude observar un síntoma de esta falta de
educación a la que me refiero. Una muchacha no mucho más joven que nosotros
estaba sentada junto a una ventanilla mirando al mar, escuchaba música a través
de unos enormes auriculares y apoyaba los pies en el asiento delantero. Unas
enormes botas militares negras, mal lustradas o sin lustrar, dicho sea de paso.
Con el tiempo, Gal·la ha aprendido a descifrar mis gestos, mis miradas, sabe
perfectamente el significado de un parpadeo, de un movimiento incómodo en el
asiento, un carraspeo o una rascada de cogote, disimuladamente miró a la
muchacha y luego me miró a mí. “¿Lo odias, no?”. ¿Por qué tengo que sentarme en
un asiento donde un orangután ha puesto sus sucias botas?, ¿por qué tengo que
correr el riesgo de mancharme los pantalones? A veces veo a ancianas y ancianos
que antes de sentarse en cualquier sitio colocan un pañuelo; al principio
pensaba que eran demasiado quisquillosos, pero ahora, maldita sea, ahora pienso
que han perdido la fe en los demás y no confían en que nadie haya puesto sus
apestosos pies donde deberían ponerse las posaderas.
Supongo que, como casi todo el
mundo, tengo prejuicios, no me gustan los guardias de seguridad. Las generalizaciones
son odiosas, pero he tenido demasiadas malas experiencias con ellos como para
guardarles cariño. Para ser justos diré que con los que he tenido la suerte o
la desgracia de toparme e intercambiar palabras eran arrogantes, con actitud
chulesca. Como un niño al que sus compañeros maltratan en clase y la maestra lo
nombra vigilante cuando ella tiene que ir al lavabo, vigila lo que no tiene que
vigilar y denuncia todo lo que no tiene que denunciar. Eso es lo que me han
parecido los guardias de seguridad, imagino que existirán entre ellos, como en
todos los oficios, grandes profesionales y grandes personas, pero por alguna
razón que desconozco no me he topado con ellos. La cuestión es que apareció uno
en el vagón y pasó junto a nosotros y luego junto a la muchacha que apoyaba los
pies en el asiento. “Baja los pies”, le dijo. ¡Bien por él!, un poco
dictatorial, pero quizá era un tipo seco, parco en florituras. La muchacha,
rápida, bajó los pies y pidió disculpas. Pero, por supuesto, el miedo y el respeto
pasó cuando el trabajador de la seguridad privada salió del vagón, pues la
muchacha volvió a poner los pies en el asiento. Suelo tener pensamientos muy
violentos, pensamientos que, por supuesto, sólo quedan en eso, pero pensé en
que no estaría mal cortarle los pies por encima de los tobillos. Pero imagino
que esa no es la solución, nada le impediría apoyar los muñones en el asiento.
No es una cuestión de castigar, no es cuestión de sanciones ni de reprimendas,
es una cuestión de educación. ¿Quién no le dijo en su momento a esa muchacha
que no se ponen los pies en los asientos? Supongo que el mismo que no dijo que
hay que dejar sentar a las embarazadas y a los ancianos, que no se fuma en
recintos cerrados, que hay que ponerse la mano delante de la boca cuando se
tose o estornuda, etc.
Lo veo constantemente, veo cómo
los padres actúan de una forma y dicen a sus hijos que lo hagan de otra. Una
madre y un niño se acercan a un paso de cebra, el niño, inconsciente y ajeno al
peligro, se dispone a cruzar en rojo, la madre con un tirón frena al chico y le
riñe: “¿Que no ves que está rojo?”, le dice. El niño agacha la cabeza, pero, ¡oh,
sorpresa!, la madre, a escasos segundos de la reprimenda, mira a un lado y a
otro y, pasado el grueso de los coches y aún el semáforo colorado, cruza con su
hijo de la mano. ¿Se puede saber qué carajo debe pensar ese niño? También soy
consciente de que a los niños los debe educar la manada y cuando tengo niños
delante intento no cruzar la calle en rojo, aunque yo no debería ser ejemplo
para nadie, pero… supongo que el hecho de vivir con una maestra te hace pensar
las cosas de forma distinta. Gal·la no permitiría jamás que uno de sus alumnos
la viese fumando. Supongo que es una de las tantas hipocresías que tenemos los
adultos.
De todas formas, en algún momento
de la historia la cosa se jodió. Pues sinceramente no imagino a ninguno de mis
abuelos, incluso a mis padres, poniendo los pies en los asientos del autobús.
¿Cuándo fue? No lo sé, pero que sucedió, de eso sí que estoy seguro. Y suena a
viejo a carca, pero no tengo más remedio que decirlo: se ha perdido el respeto,
la educación, en definitiva. Por supuesto, no debemos volver a esa época
lúgubre en que el respeto era miedo y la educación entraba como la letra, con
sangre, pero hemos pasado del todo a la nada. Si el maestro te pegaba, cuando
llegabas a casa te calentaban aún más, demasiado quizás; ahora, si el maestro
te levanta la voz, en el mejor de los casos el padre te denunciará, y en el
peor te golpeará con un extintor. Los niños y los adolescentes faltos de normas
no saben que las quebrantan y cuando se les regaña te miran sorprendidos. “Está
loco”, piensan algunos. Un chaval a todas luces menor de edad se me acerca y me
pide un cigarrillo. Por supuesto, sin por favores y sin nada: “¿Tienes un piti?”, miro hacia abajo y veo al
renacuajo, con el pelo de punta y su pendiente reglamentario (el mismo que usé
y uso yo, dicho sea de paso), y hago como que no he escuchado. “Que si tienes
un piti”. “Por favor”, digo yo. Y es
entonces cuando empieza a ofenderse y me mira iracundo. En primer lugar, ni
aunque hubiese sido un mozuelo de modales exquisitos le hubiese dado un
cigarrillo, puede comprarlo en cualquier bar, aunque haya gente que no lo crea,
el tabaco se sirve a diestro y siniestro a nuestros menores, pero ese no es el
caso, el caso es que cuando reclamas tu poquito de educación, sólo la que te
mereces, te miran interrogativos, aunque la mayor parte de ellos no sabe lo que
significa interrogativo. Y se van cuando te mantienes callado mirándolos, con
los ojos embasados al vacío.
El tiempo que quiero dedicarle a
este tema es poco para encontrar una solución, probablemente no soy la persona
indicada para dar soluciones, pero sí que soy la persona indicada para no dar
de fumar a los niños, para levantarme cuando entra una embarazada al autobús y
ninguno de ellos lo hace, soy el indicado para esperar a que el semáforo pierda
el color rojo vergüenza y se ponga verde para cruzar, el indicado para no
toserle a la cara a un desconocido y ponerme la mano para evitar que los
esputos le salpiquen las gafas. Soy ese que aún habiendo asientos libres
acudiré raudo al que está ocupado por los pies de otro, esperaré a que él o
ella con desgana saque sus pezuñas y yo, mirándole fijo, limpiaré la mugre que
ha dejado en el asiento. Le sonreiré con sarcasmo y, si pregunta o interroga
con la mirada, responderé con más sarcasmo. No soy el más indicado para educar,
quizás tampoco para reeducar, pero soy libre de ridiculizar y usaré ese
sarcasmo que el tiempo me ha dado, pues, como dice la frase, “uso el sarcasmo
porque matar es ilegal”; en este caso, amputar pies es ilegal.
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