miércoles, 3 de abril de 2013

ÁNDALE Y OLÉ


Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer Bien, gracias. ¿Y usted? de Quino y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Era una suerte de tablero de ajedrez. Estaba en el escaparate de una tienda de souvenirs y las fichas eran nazarenos. Un cartel advertía a los turistas de algo que, por alguna razón, no se me había pasado por la cabeza: “The chess pieces are nazarenos, not KKK members”, es decir, las piezas de ajedrez son nazarenos, no miembros del Klu Klux Klan. Resulta evidente, pero, por alguna extraña razón, el indio que regenta la tienda tuvo que indicarlo con un cartelito.

Supongo que para los americanos es preciso que se hagan este tipo de aclaraciones; recordemos que en los Estados Unidos, en los libros de instrucciones de los microondas, aparece un apartado donde especifica que está contraindicado meter cualquier mascota en el interior del electrodoméstico. Y está escrito porque ha sucedido; alguien, una vez, metió a su perrito en el microondas y lo convirtió (perdón por la broma fácil) en un perrito caliente.
Yo jamás lo compraría, pero puedo llegar a entender que algún wisconsinés quiera adornar su mesilla de café con un tablero de ajedrez con fichas de nazarenos y explicar a sus ignorantes amigos que no son miembros del KKK sino de una cofradía.
También puedo llegar a comprender que se compren un torito de plástico e incluso un Barbie flamenca, al fin y al cabo, forman parte de nuestra historia y de nuestra tradición, le pese a quien le pese. Y una corrida de toros puede llegar a ser exótica para quien no haya visto nunca ninguna. Salvaje o no, anacrónica o no, es una tradición, que no es más que una acción transmitida de generación en generación. Pero yo no quería hablar de la tauromaquia, yo quería hablar de souvenirs.
Os recomiendo que entréis en una tienda de recuerdos de vuestra ciudad (si vivís en España, claro). ¿Alguien puede decirme qué tiene que ver con la península ibérica la espada de William Wallace? Lo digo porque yo la he visto, pero también he visto metralletas M16 del ejército norteamericano. Puedo entender que se vendan, a pesar de que sea muy hortera, toritos y bailaoras, castañuelas y cucharitas de oro de Toledo, tazas con imágenes de Dalí o Miró, una camiseta donde ponga “Joé, que caló”, abanicos con la imagen de la Virgen o de la Giralda, botijos y cerámica varia, una figurita del Quijote o una bola de nieve con la Sagrada Familia en su interior. Pero lo que no puedo entender, lo que no quiero entender, son las muñecas rusas con forma de famosos españoles, las espadas de El señor de los anillos o las pistolas y las metralletas del ejército norteamericano; pero hay algo más, algo que me puede, que hace que me hierva la sangre. ¿Qué carajo pintan los gorros mexicanos? Vamos a ver, muchachos, venís de Austin, Texas, habéis cogido un avión y habéis cruzado el Atlántico, habéis aterrizado un país extranjero, cierto. Y aun así, ¿creéis que estáis en México? Yo no soy partidario de la selección de los turistas, que venga quien quiera, pero hay veces que a uno le dan ganas de actuar como actúan los demás. Para viajar a los Estados Unidos prácticamente hay que sacarse un posgrado; si llevas comida, te la requisan, y ni se te ocurra llevar barba espesa, pues pasarás un largo retiro espiritual en Guantánamo, pero, sin embargo, puede venir la entrañable pareja de ancianos mamá Dorothy y papá John y comprarse un sombrero mexicano en la rambla de Barcelona. Y eso debería ser insultante hasta para los mexicanos, pues sus vecinos del norte no sólo creen que Madrid está al sur del río Grande, sino que creen que todos los mexicanos llevan los ridículos sombreros que venden en Barcelona. Imagino que ellos no tienen la culpa, viven en Corea del Norte, pero todo lo contrario y lo mismo a la vez: en Corea creen que su amado líder ha escrito 18000 libros, en los Estados Unidos creen que Pau Gasol es de México D.F., en Corea creen que el líder sólo duerme dos o tres horas al día, en los Estados Unidos creen que entre Austin y México D.F. hay más de 8000 quilómetros cuando hay apenas 1500.
Somos un país exótico, lo acepto, pero algo deja de ser exótico cuando lo conoces. Imagino a un finlandés paseando por el rastro de Madrid o por el barrio de la Barceloneta y, por supuesto, puede ser exótico para ellos que nunca lo han visto, del mismo modo que para nosotros es exótico cruzar la plaza Roja de Moscú o pasear por las calles de Tel Aviv.
Queridos amigos hindúes y pakistaníes que regentáis nuestras tiendas de souvenirs, hermanos conciudadanos, no permitamos semejante atrocidad, jamás iría al Pakistán y aceptaría que alguien me vendiese una cachimba marroquí, ¿por qué permitís que el señor Marshall se pasee por las calles de esta ya vuestra ciudad con una mala imitación de un sombrero mexicano y empuñando a Dardo, la espada de Frodo Bolsón?
Intento comportarme civilizadamente, pero prometo que si alguna vez vuelvo a ver a algún yanqui con esa clase de sombrero y empuñando una espada élfica, sacaré la espada láser que me compré en un puestito de recuerdos en el Coliseo romano y lo retaré a un duelo a muerte.

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