Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer Cosecha roja de Dashiell Hammett y, mientras lo ojeaba
y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Si alguna vez voy en el
autobús y huelo la loción Floyd, mi mente, de manera automática, retrocede
veinte años a la casa de mi abuelo, recordándome al viejo Pancho, el ex
boxeador Mejicano, de grandes manos y espalda ancha de gorila. Si por alguna
razón, mis pasos me llevaban hacía una pastelería, recordaba sin intentarlo los
pryanikis que el viejo Alexandr o Sasha como todos lo llamábamos traía los
sábados a casa de mi abuelo, el ruso bonachón, ex espía, que en realidad nunca
lo fue. Y si me acordaba de todos ellos, me acordaba por supuesto de él, de mi
abuelo, y por consiguiente de los sábados por la tarde, donde ese extraño
elenco, en el cual me incluyo, nos reuníamos en su casa para jugar
interminables partidas de Scrabble.
La tradición, porqué era una
tradición, era la siguiente: Yo llegaba el primero, después de comer en casa de
mi padres salía escopeteado, tomaba un autobús y luego otro hasta llegar a casa
de mi abuelo. Una vez allí, él me recibía con una sonrisa. Y esa era La
Sonrisa, la definición de sonrisa, no puedo imaginarme una más sincera que
aquella. Algunas veces pensaba en la desilusión de mi abuelo si alguna vez
llegaba a faltar a esa cita, lo hubiese matado. Mi abuelo vestía camisa blanca
y pantalones grises, siempre igual, en casa o en la calle, la única diferencia
era que en casa no usaba zapatos, sino pantuflas. Era calvo, con una calva
brillante, sin un solo pelo en su cima, sólo tras las orejas y en el cogote un
par de mechones blancos. La amplia frente, los pómulos marcados y las mejillas
hundidas le daban un aspecto severo, pero cuando abría esa boca, esa bocaza
llena de dientes prestados, era todo ternura. Entonces íbamos a la cocina y mi
abuelo sacaba de un armario una enorme cafetera italiana de hierro, era enorme,
en el recipiente donde se vertía el agua cabía un litro y medio. Esa cafetera
duraba media tarde, pues recuerdo que siempre teníamos que hacer otra. Cuando
el agua estaba apunto de hervir y la aguja del reloj apunto de marcar las
cinco, sonaba el timbre, era Sasha, la puntualidad personificada, entraba como
un elefante en una cacharrería, con las mejillas siempre encendidas y unas enormes
cejas negras plantadas como bambúes encima de dos diminutos ojos oscuros.
Dejaba el sombrero de piel de oso sobre la mesa y del bolsillo del abrigo
sacaba un enorme paquete de pryanikis, me sorprendía que en un bolsillo cupiese
semejante paquete. Más tarde me enteré que ese abrigo era de la KGB y ese
bolsillo estaba pensado para meter un fusil de asalto Kalashnikov. Cuando había
dejado los pasteles en el mármol de la cocina y
besado de forma efusiva a mi abuelo, se acercaba a mí y decía con un acento
ruso muy marcado y una voz que parecía salir de una caverna:
-
¿Te has portado bien?
Yo lo miraba abriendo los
ojos y medio sonriendo por que sabía que fuese cual fuese mi respuesta él me
contestaría alguna barbaridad.
-
Yo a tu edad había fornicado con…
Entonces era cuando mi
abuelo intervenía, medio serio, medio carcajeándose, y le daba el paquete de
pryanikis para que los llevase al salón. Los pryanikis eran unos dulces rusos
hechos a base de miel, azúcar, almendras, chocolate, clavo aromático y otras cosas
que hacían de esos pastelitos el más rico manjar que jamás haya probado.
Cuando el café ya estaba
hecho, las tazas preparadas y el tablero situado en el centro de la mesa,
volvía sonar el timbre, era Pancho, en este caso la impuntualidad
personificada, pues él estaba citado a las cuatro y media para que llegase a
las cinco y nunca llegaba a las cinco. Entraba en casa, primero su bigote y
luego él, oronda barriga y fuertes brazos se acercaba a mí y me mostraba las
palmas de las manos.
-
Derecha, izquierda, derecha, izquierda.
Sonreía y le guiñaba el ojo
a mi abuelo mientras yo golpeaba sus callosas manos. Abrazaba a mi abuelo y
luego de mirarse iracundos, Sasha y él se abrazaban riendo.
La jornada que ahora me
dispongo a contar no es una cualquiera, sino que es la última, es la última
partida de Scrabble que jugué con ese maravilloso trío. Yo tenía veintiún años, ya no vivía en casa,
ahora compartía piso con tres amigos más y aunque muchas veces estos habían
intentado persuadirme para que no fuese a mi cita semanal, con tentadoras citas
con mujeres o con otras diversiones, yo siempre las rechacé. Primero porqué me
encantaba jugar con Pancho, Sasha y mi abuelo y segundo porqué no se puede
defraudar a semejante sonrisa.
Ese día todo había ido igual
que cada sábado, sólo había pequeñas diferencias, las negras cejas de Sasha ya
eran canas, la oronda barriga de Pancho ya era una caricatura de una enorme
barriga y los mechones de mi abuelo habían desaparecido por completo.
-
¿Letra más alta? –comenzaba mi abuelo.
-
Diez –dijo Sasha.
Y comenzando por el centro
del tablero, puso: Zar.
-
Veintidós –dijo mi
abuelo intentando aguantarse la risa.
-
¡Pinché ruso traidor! ¿A caso yo puse alguna vez yanqui?
–rió Pancho.
La historia de Sasha es una
historia curiosa, al parecer el viejo Sasha había trabajado en la KGB, pero no
siendo espía, como siempre quiso hacernos creer. Claro que nosotros aceptamos
esa historia como verdadera. Pero la realidad es que Sasha nunca había sido
espía, sí que había trabajado en la KGB, pero como conserje. ¿Pero estando él
en Rusia, Pancho en Méjico y mi abuelo en España, cómo íbamos a contradecirle?
Llegó a España en un viaje que sí le preguntabas a él, era un viaje como agente
secreto, si querías saber la realidad, era un viaje para huir de la dictadura.
Sasha era un ex espía extraño, pues siempre le oí despotricar del comunismo
como el más ferviente capitalista, aunque tampoco lo era, él decía que el
secreto para que ninguna ideología te atrapase era odiar sin prejuicios, si
odias sin prejuicios a todos por igual nunca te defraudaran, todo lo contrario,
te sorprenderán si te demuestran que funcionan. Él aún no lo había conseguido,
seguía odiando sin ser prejuicioso y sin decepcionarse.
Continuará...
Continuará...
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