viernes, 12 de abril de 2013

NUNCA TE DEJES NOQUEAR ( I )


Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer Cosecha roja de Dashiell Hammett y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Si alguna vez voy en el autobús y huelo la loción Floyd, mi mente, de manera automática, retrocede veinte años a la casa de mi abuelo, recordándome al viejo Pancho, el ex boxeador Mejicano, de grandes manos y espalda ancha de gorila. Si por alguna razón, mis pasos me llevaban hacía una pastelería, recordaba sin intentarlo los pryanikis que el viejo Alexandr o Sasha como todos lo llamábamos traía los sábados a casa de mi abuelo, el ruso bonachón, ex espía, que en realidad nunca lo fue. Y si me acordaba de todos ellos, me acordaba por supuesto de él, de mi abuelo, y por consiguiente de los sábados por la tarde, donde ese extraño elenco, en el cual me incluyo, nos reuníamos en su casa para jugar interminables partidas de Scrabble.

La tradición, porqué era una tradición, era la siguiente: Yo llegaba el primero, después de comer en casa de mi padres salía escopeteado, tomaba un autobús y luego otro hasta llegar a casa de mi abuelo. Una vez allí, él me recibía con una sonrisa. Y esa era La Sonrisa, la definición de sonrisa, no puedo imaginarme una más sincera que aquella. Algunas veces pensaba en la desilusión de mi abuelo si alguna vez llegaba a faltar a esa cita, lo hubiese matado. Mi abuelo vestía camisa blanca y pantalones grises, siempre igual, en casa o en la calle, la única diferencia era que en casa no usaba zapatos, sino pantuflas. Era calvo, con una calva brillante, sin un solo pelo en su cima, sólo tras las orejas y en el cogote un par de mechones blancos. La amplia frente, los pómulos marcados y las mejillas hundidas le daban un aspecto severo, pero cuando abría esa boca, esa bocaza llena de dientes prestados, era todo ternura. Entonces íbamos a la cocina y mi abuelo sacaba de un armario una enorme cafetera italiana de hierro, era enorme, en el recipiente donde se vertía el agua cabía un litro y medio. Esa cafetera duraba media tarde, pues recuerdo que siempre teníamos que hacer otra. Cuando el agua estaba apunto de hervir y la aguja del reloj apunto de marcar las cinco, sonaba el timbre, era Sasha, la puntualidad personificada, entraba como un elefante en una cacharrería, con las mejillas siempre encendidas y unas enormes cejas negras plantadas como bambúes encima de dos diminutos ojos oscuros. Dejaba el sombrero de piel de oso sobre la mesa y del bolsillo del abrigo sacaba un enorme paquete de pryanikis, me sorprendía que en un bolsillo cupiese semejante paquete. Más tarde me enteré que ese abrigo era de la KGB y ese bolsillo estaba pensado para meter un fusil de asalto Kalashnikov. Cuando había dejado los pasteles en el mármol de la cocina y besado de forma efusiva a mi abuelo, se acercaba a mí y decía con un acento ruso muy marcado y una voz que parecía salir de una caverna:
-         ¿Te has portado bien?
Yo lo miraba abriendo los ojos y medio sonriendo por que sabía que fuese cual fuese mi respuesta él me contestaría alguna barbaridad.
-         Yo a tu edad había fornicado con…
Entonces era cuando mi abuelo intervenía, medio serio, medio carcajeándose, y le daba el paquete de pryanikis para que los llevase al salón. Los pryanikis eran unos dulces rusos hechos a base de miel, azúcar, almendras, chocolate, clavo aromático y otras cosas que hacían de esos pastelitos el más rico manjar que jamás haya probado.
Cuando el café ya estaba hecho, las tazas preparadas y el tablero situado en el centro de la mesa, volvía sonar el timbre, era Pancho, en este caso la impuntualidad personificada, pues él estaba citado a las cuatro y media para que llegase a las cinco y nunca llegaba a las cinco. Entraba en casa, primero su bigote y luego él, oronda barriga y fuertes brazos se acercaba a mí y me mostraba las palmas de las manos.
-         Derecha, izquierda, derecha, izquierda.
Sonreía y le guiñaba el ojo a mi abuelo mientras yo golpeaba sus callosas manos. Abrazaba a mi abuelo y luego de mirarse iracundos, Sasha y él se abrazaban riendo.
La jornada que ahora me dispongo a contar no es una cualquiera, sino que es la última, es la última partida de Scrabble que jugué con ese maravilloso trío.  Yo tenía veintiún años, ya no vivía en casa, ahora compartía piso con tres amigos más y aunque muchas veces estos habían intentado persuadirme para que no fuese a mi cita semanal, con tentadoras citas con mujeres o con otras diversiones, yo siempre las rechacé. Primero porqué me encantaba jugar con Pancho, Sasha y mi abuelo y segundo porqué no se puede defraudar a semejante sonrisa.
Ese día todo había ido igual que cada sábado, sólo había pequeñas diferencias, las negras cejas de Sasha ya eran canas, la oronda barriga de Pancho ya era una caricatura de una enorme barriga y los mechones de mi abuelo habían desaparecido por completo.
-         ¿Letra más alta? –comenzaba mi abuelo.
-         Diez –dijo Sasha.
Y comenzando por el centro del tablero, puso: Zar.
-          Veintidós –dijo mi abuelo intentando aguantarse la risa.
-         ¡Pinché ruso traidor! ¿A caso yo puse alguna vez yanqui? –rió Pancho.
La historia de Sasha es una historia curiosa, al parecer el viejo Sasha había trabajado en la KGB, pero no siendo espía, como siempre quiso hacernos creer. Claro que nosotros aceptamos esa historia como verdadera. Pero la realidad es que Sasha nunca había sido espía, sí que había trabajado en la KGB, pero como conserje. ¿Pero estando él en Rusia, Pancho en Méjico y mi abuelo en España, cómo íbamos a contradecirle? Llegó a España en un viaje que sí le preguntabas a él, era un viaje como agente secreto, si querías saber la realidad, era un viaje para huir de la dictadura. Sasha era un ex espía extraño, pues siempre le oí despotricar del comunismo como el más ferviente capitalista, aunque tampoco lo era, él decía que el secreto para que ninguna ideología te atrapase era odiar sin prejuicios, si odias sin prejuicios a todos por igual nunca te defraudaran, todo lo contrario, te sorprenderán si te demuestran que funcionan. Él aún no lo había conseguido, seguía odiando sin ser prejuicioso y sin decepcionarse.

Continuará...

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