miércoles, 3 de abril de 2013

¿CAFÉ SOLO? NO, SOLAMENTE


Me senté con Frida retozando en mi regazo a leer Sombrerete y Fosfatina de Carlos Puerto y, mientras lo ojeaba y acariciaba a Frida, me puse a pensar…
Le llamaremos Bruce. Bruce había traído morcillas y longanizas del pueblo y organizó un asado en su casa de las costas del Garraf. ¿Alguien puede rechazar una morcilla?
Cerveza fría, morcilla en abundancia… Si fuese creyente, imaginaría el paraíso como esa situación. La cuestión es que terminamos de comer, éramos un grupo no muy grande, unas diez personas, y ¿qué se hace después de comer? Pues tomar una copita de orujo y, por supuesto, un cafecito.

Parece ser que en la Meca, en 1511, el emir Khair Bey observó cómo unos hombres consumían café y decidió estudiar la posibilidad de prohibirlo, esas cosas que tienen las religiones. Finalmente ese mismo año el emir cerró todas las cafeterías, pues descubrió que sus mayores críticos estaban entre los consumidores de café. Es curioso que pensase que el origen de las críticas nacía del consumo del café, y no del simple hecho que la gente se reúne en los cafés y empieza a charlar.
Una antigua leyenda cuenta el origen del café. Se cuenta que un pastor de la antigua Abisinia (la actual Etiopía) descubrió el efecto tonificante de unos frutos rojos que, al parecer, renovaban su energía; es la versión antigua de los jóvenes que salen de fiesta y al día siguiente tienen que trabajar, se toman un Red-Bull.
No me extenderé demasiado: el café llegó a Europa a mediados del siglo xvii y, tras un periplo de aprobaciones y desaprobaciones, el papa Clemente VIII probó el brebaje y quedó encantado, así que lo bautizó y le dijo al pueblo que a beber se ha dicho.
El café se puede tomar de muchísimas maneras, a saber: solo, solo largo, solo aun más largo (es decir, un americano), con leche, cortado (como un café con leche pero de menor envergadura), con hielo, perfumado con bebidas espirituosas (léase carajillo), en helado, en granizado, en cócteles, en postres, caramelos, etc. Además, en cada país se toma de una forma distinta, no tiene nada que ver el café turco con el café que se toma en Buenos Aires, o el café que se toma en Barcelona con el que se toma Rusia. A nadie le suele gustar a primera instancia el café de los demás lugares, porque está acostumbrado al café de su región. Cuando te tomas un ristretto en Roma, piensas que te han engañado, la diminuta taza y el charquito de concentrado de café que ves al fondo pueden hacer que te enojes. No lo puedes comparar con los cafés solos que se toman en España, hay veces que no sé si bebérmelo o lavarme los pies con semejante bañera de café y, por supuesto, no hablemos del café americano, esa suerte de agua sucia que algún entendido ha llamado “café la avioneta”, te cagas volando.
Prácticamente cualquier sustancia, por inocua que parezca, puede ser dañina si se toma con desmesura. Y el café no es una excepción: se considera que tomar más de cuatro tazas de café al día es perjudicial para la salud, la cafeína es un excitante y como tal no se debe abusar de ella.
Pero la situación que nos ocupa dista mucho de ser peligrosa por la cafeína. Como decía, estábamos recién comidos y dispuestos a tomarnos un orujo y una taza de café. Recordaréis al bueno de Muggsy, él se prestó a preparar el café y fue acompañado de dos chicas que estaban entre nosotros, las llamaremos Susana y Giovanna. El dueño de la casa, Francisco (Paco para los amigos), es un tipo parco en detalles, y, por supuesto, como tal no tendría una cafetera moderna de cápsulas, él usa cafeteras de las de toda la vida, modernidades a él. Ya he dicho en alguna otra ocasión que soy un ferviente defensor de este tipo de cafeteras, las conocidas como italianas, de metal y con rosca. Muggsy es un consumidor de café entendido y empedernido. Así que rellenó con cuidado el recipiente de agua, calculó la medida exacta, lo dejó en la encimera de la cocina, buscó el café por los armarios y lo encontró en un bote de cristal, lo abrió y lo olió: “Marcilla”, pensó y volvió a oler, “No, marca blanca”. Con mimo rellenó el filtro de la cafetera con los polvos de café, lo prensó cuidadosamente y cerró con precisión. Mientras, Susana miraba el sofá y pensaba en la manera de decirle a la gente que abandonaba la mesa para darle rienda suelta a su mayor afición, la siesta. Afición que, dice su novio Miki, se toma muy en serio: ella no despierta de la siesta, ella amanece nuevamente, con pijama y un segundo desayuno. Imagino que Giovanna, por su parte, seguía pensando ensimismada en alguno de mis comentarios incendiarios con los que deleito a mis amigos, tales como: “A estos hijos de puta habría que colgarlos de las pelotas con alambre y dejar que se les secaran”.
Muggsy estaba mirando la cafetera, como un joven que nunca ha puesto una lavadora y se fascina con su hipnótico girar.
No es que no nos tomemos en serio a Giovanna, pero sus gritos son más parecidos al canto de una cigüeña mal herida que a los de una persona pidiendo socorro, pero como ya la conocemos acudimos raudos. Gritó tras una explosión, seca, metálica, sin metralla o casi sin ella. Muggsy caminaba por el salón tapándose la cara con las manos, como una peonza enloquecida, chocando con sillas y muebles; Susana intentaba parecer exaltada, pero no podía hacer más que reír, y, en cuanto a Giovanna, no sé si conocéis a una actriz llamada Anna Magnani, romana dura y especialista en papeles dramáticos, pues Giovanna me recuerda a ella.
La cafetera había explotado. El paisaje era desolador: Muggsy chocando con los muebles del salón, Susana riendo nerviosa y Giovanna Magnani gritando y alzando los brazos como una viuda griega. Por suerte la honda expansiva que alcanzó a Muggsy en su plenitud y a Susana de refilón sólo logró embadurnarlos de café, no hubo quemaduras ni lesiones, simplemente se había destrozado una cafetera, un mueble roto por el impacto de la misma y un escenario que parecía más un campo de batalla que una cocina. El techo estaba completamente opacado por manchas de café y la cocina, en fin, la cocina había sido profanada y nunca volverá a ser la misma. Bruce entró, miró la situación, tomó un largo sorbo de orujo y suspiró. “Recojamos los bártulos y larguémonos, en media hora llega mi prima, le diré a mi madre que ha sido ella”. Todos le miramos y, qué carajo, nos pareció una gran idea.
En el coche, con Ga·la, dije: “Maldita sea el maldito Khair Bey, tenía razón, es peligroso el maldito café”. Ella me miró: “¿Qué dices?”, “Nada, que si quedan cápsulas en casa”.

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