El
camarero literalmente nos echó de la terraza. Unos turistas tenían que cenar su
paella congelada a las siete y media de la tarde y cuatro cafés y un agua con
gas no son negocio. Lo comprendo, ¿pero estamos seguros que no se puede colocar
otra mesita por aquí? Parece ser que no, que hay que largarse. Le regalé
algunos insultos que él recibió ofendidísimo cuando los ofendidos deberíamos
ser nosotros. Maltratados por un homúnculo mal aprendido nos fuimos a otro bar,
de estos modernos donde no hay servicio de terraza y tienes que servirte tu,
con una bandejita de plástico como si estuvieses en el comedor de un hospital o
de un presidio.
No sé
donde se habrán metido. No creo que hayan sido secuestrados y remplazados por
malas copias. Que una trama de raptores haya urdido un plan par hacerlos
desaparecer de nuestros bares.
¿Dónde
están los camareros? Hablo de esos camareros de raza, de oficio, esa clase de
camarero que vestía pantalón negro, camisa blanca y como complemento que podía
o no utilizarse, una pajarita negra y un chaleco quizá rojo o verde esmeralda.
Un camarero solícito, que cuidaba de sus mesas, como un sheriff cuida de su
polvoriento pueblo fronterizo.
Esa
clase de profesional que cuando yo era pequeño ellos ya rondaban los cuarenta o
cincuenta. Que se acercaban, al cliente con una sonrisa, agradable, no una
sonrisa bobalicona, una sonrisa que invitaba a estar a gusto. Sin libreta, para
apuntar, memorizando cada uno de los pedidos, indistintamente si eran tres,
cuatro o catorce clientes. Rápidos, audaces, con un dominio de la bandeja,
madre mía, parecía un apéndice de ellos mismos, sirviendo cafés a diestro y
siniestro, granizados a troche y moche, sin errar una, el café para el señor de
la gomina, los dos cortados para las señoras, pero el descafeinado de máquina
para la más mayor, la horchata para el niño, el Vichy para la abuela, sin errar
una. Si hubiese estado ese camarero en ese bar, de forma educada nos hubiese
emplazado a ocupar otra mesa, pidiéndonos cortésmente que le acompañásemos. O
quizá con ánimo de no molestar al cliente hubiese inventado otra mesa, ajeno a
prohibiciones municipales ubicaría otra mesa en los límites de la terraza para
acomodar ahí los recién llegados. Pero el mequetrefe inanimado y desgarbado que
atendía las mesas en esa terraza, era incapaz de atarse los zapatos
correctamente, ¿cómo demonios va a atender quince mesas?
Hay
que saber diferenciar y el cliente debe entenderlo, a un camarero novel de un
inútil. El inútil se diferenciará del camarero novel en varios aspectos. El
aprendiz podrá errar un pedido, pero sabrá pedir perdón, sabrá aprender de sus
errores. El inútil suele ser arrogante y en ninguna ocasión aprenderá de sus
errores e incluso increpará al cliente que sea un poco quisquilloso. Pero no
toda la culpa es del inútil, la culpa es del que coloca a un inútil en su
negocio.
Yo
trabajé de camarero durante cuatro años, tuve suerte, el encargado era un
cincuentón que no tenía sangre, tenía mercurio, media y calculaba como mide y
calcula un halcón que vigila al conejo que roe una hoja en la pradera, donde yo
no veía nada el veía mesas por recoger, clientes que levantaban la mirada en
busca de ayuda. En todo el tiempo que estuve trabajado con él nunca salí a la
palestra, nunca salí a servir mesas me colocó donde él sabía que iba a ser
útil, donde podía desempeñarme correctamente, camarero de barra, haciendo
cafés, preparando los pedidos. Recibía órdenes concisas, claras, una lista
cafés, todos distintos, leche desnatada, solo corto, con leche descafeinado
etc.
No digo
que yo era camarero y el mamarracho de la terraza no lo era. Lo que digo es que
él era un inútil y yo un simple aprendiz.
Quiero
que vuelvan. Cuando me siento en un bar, quiero que me atiendan y que me
entiendaN, quiero que el camarero sepa si necesito o no, si quiero o no
conversación. Que recuerde si soy cliente habitual, que tomo el café sólo y sin
azúcar. Que mantenga el orden, que no tenga que apartar tazas sucias, limpiar
con una servilleta los roeles de la barra ni recoger sobres de azúcar. Necesito
que vuelvan, necesito nuevamente al camarero solícito, al camarero que amaba su
trabajo, ese que no te mira con cara de rodaballo hervido cuando le preguntas
que se debe. ¡Dos cafés macho! ¿No puedes saber cuando cuestan dos cafés sin ir
a la caja registradora? Que hace las cuentas rápido, que sirve con diligencia.
Hace
años, pasé un mal día. He pasado muchos malos días, pero recuerdo ese por que
acudí a un bar al salir de la oficina donde normalmente iba. Y el camarero, lo
notó, notó que algo chirriaba y que yo no era el mismo de siempre, pedí un
carajillo de anís y me lo tomé sólo en una esquina, sin charlar con los
parroquianos como solía. Apuré la taza y me llevé la mano al bolsillo.
No me
hizo falta decir nada, el ya lo sabía todo, el camarero que conoce a sus
clientes, sabe lo que tiene que hacer. No salió de la barra para darme un
abrazo, no me dio una charla sobre como solucionar mis problemas, dijo lo que
tiene que decir un camarero para hacerte suspirar y que por lo menos durante un
rato sigas confiando un poco, aunque sólo sea un poco en el género humano:
- A
esta, invita la casa.
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