jueves, 25 de abril de 2013

A ESTA INVITA LA CASA


El camarero literalmente nos echó de la terraza. Unos turistas tenían que cenar su paella congelada a las siete y media de la tarde y cuatro cafés y un agua con gas no son negocio. Lo comprendo, ¿pero estamos seguros que no se puede colocar otra mesita por aquí? Parece ser que no, que hay que largarse. Le regalé algunos insultos que él recibió ofendidísimo cuando los ofendidos deberíamos ser nosotros. Maltratados por un homúnculo mal aprendido nos fuimos a otro bar, de estos modernos donde no hay servicio de terraza y tienes que servirte tu, con una bandejita de plástico como si estuvieses en el comedor de un hospital o de un presidio.


No sé donde se habrán metido. No creo que hayan sido secuestrados y remplazados por malas copias. Que una trama de raptores haya urdido un plan par hacerlos desaparecer de nuestros bares.
¿Dónde están los camareros? Hablo de esos camareros de raza, de oficio, esa clase de camarero que vestía pantalón negro, camisa blanca y como complemento que podía o no utilizarse, una pajarita negra y un chaleco quizá rojo o verde esmeralda. Un camarero solícito, que cuidaba de sus mesas, como un sheriff cuida de su polvoriento pueblo fronterizo.

Esa clase de profesional que cuando yo era pequeño ellos ya rondaban los cuarenta o cincuenta. Que se acercaban, al cliente con una sonrisa, agradable, no una sonrisa bobalicona, una sonrisa que invitaba a estar a gusto. Sin libreta, para apuntar, memorizando cada uno de los pedidos, indistintamente si eran tres, cuatro o catorce clientes. Rápidos, audaces, con un dominio de la bandeja, madre mía, parecía un apéndice de ellos mismos, sirviendo cafés a diestro y siniestro, granizados a troche y moche, sin errar una, el café para el señor de la gomina, los dos cortados para las señoras, pero el descafeinado de máquina para la más mayor, la horchata para el niño, el Vichy para la abuela, sin errar una. Si hubiese estado ese camarero en ese bar, de forma educada nos hubiese emplazado a ocupar otra mesa, pidiéndonos cortésmente que le acompañásemos. O quizá con ánimo de no molestar al cliente hubiese inventado otra mesa, ajeno a prohibiciones municipales ubicaría otra mesa en los límites de la terraza para acomodar ahí los recién llegados. Pero el mequetrefe inanimado y desgarbado que atendía las mesas en esa terraza, era incapaz de atarse los zapatos correctamente, ¿cómo demonios va a atender quince mesas?

Hay que saber diferenciar y el cliente debe entenderlo, a un camarero novel de un inútil. El inútil se diferenciará del camarero novel en varios aspectos. El aprendiz podrá errar un pedido, pero sabrá pedir perdón, sabrá aprender de sus errores. El inútil suele ser arrogante y en ninguna ocasión aprenderá de sus errores e incluso increpará al cliente que sea un poco quisquilloso. Pero no toda la culpa es del inútil, la culpa es del que coloca a un inútil en su negocio.

Yo trabajé de camarero durante cuatro años, tuve suerte, el encargado era un cincuentón que no tenía sangre, tenía mercurio, media y calculaba como mide y calcula un halcón que vigila al conejo que roe una hoja en la pradera, donde yo no veía nada el veía mesas por recoger, clientes que levantaban la mirada en busca de ayuda. En todo el tiempo que estuve trabajado con él nunca salí a la palestra, nunca salí a servir mesas me colocó donde él sabía que iba a ser útil, donde podía desempeñarme correctamente, camarero de barra, haciendo cafés, preparando los pedidos. Recibía órdenes concisas, claras, una lista cafés, todos distintos, leche desnatada, solo corto, con leche descafeinado etc.

No digo que yo era camarero y el mamarracho de la terraza no lo era. Lo que digo es que él era un inútil y yo un simple aprendiz.

Quiero que vuelvan. Cuando me siento en un bar, quiero que me atiendan y que me entiendaN, quiero que el camarero sepa si necesito o no, si quiero o no conversación. Que recuerde si soy cliente habitual, que tomo el café sólo y sin azúcar. Que mantenga el orden, que no tenga que apartar tazas sucias, limpiar con una servilleta los roeles de la barra ni recoger sobres de azúcar. Necesito que vuelvan, necesito nuevamente al camarero solícito, al camarero que amaba su trabajo, ese que no te mira con cara de rodaballo hervido cuando le preguntas que se debe. ¡Dos cafés macho! ¿No puedes saber cuando cuestan dos cafés sin ir a la caja registradora? Que hace las cuentas rápido, que sirve con diligencia.

Hace años, pasé un mal día. He pasado muchos malos días, pero recuerdo ese por que acudí a un bar al salir de la oficina donde normalmente iba. Y el camarero, lo notó, notó que algo chirriaba y que yo no era el mismo de siempre, pedí un carajillo de anís y me lo tomé sólo en una esquina, sin charlar con los parroquianos como solía. Apuré la taza y me llevé la mano al bolsillo.
No me hizo falta decir nada, el ya lo sabía todo, el camarero que conoce a sus clientes, sabe lo que tiene que hacer. No salió de la barra para darme un abrazo, no me dio una charla sobre como solucionar mis problemas, dijo lo que tiene que decir un camarero para hacerte suspirar y que por lo menos durante un rato sigas confiando un poco, aunque sólo sea un poco en el género humano:
- A esta, invita la casa.

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