Me senté con Frida retozando en
mi regazo a leer La chusma de Ana María Matute y, mientras lo ojeaba y
acariciaba a Frida, me puse a pensar…
La charla tuvo lugar en un
barcito del barrio de Boedo, en Buenos Aires, creo que en el 2004. Recuerdo que
era un día gris del invierno porteño en el mes de julio y estábamos sentados
junto al ventanal de un antiguo café. Ahí escuché por primera vez una palabra
que se repetiría hasta la saciedad: globalización.
Edgardo ya era viejito, claro que
para mí una persona de cincuenta años ya era viejo, eso sucede sólo cuando
alguien es obscenamente joven.
Hablamos durante horas, no sé
cuantas pero se hizo de noche. Y cuando el asfalto húmedo de Boedo comenzó a
iluminarse con la luz de los carteles y de las farolas Edgardo me hablo de esa
palabra. “¿Sabes lo que es la globalización?”.
Yo, por esa época, era un
izquierdoso recalcitrante. He usado el término, quizás despectivo, “izquierdoso”,
pues es lo que es un joven que se considera de izquierdas sin ni siquiera saber
quién es él. Una persona no puede ser sólo una cosa, es por ello que es
prácticamente imposible que un solo partido político aglutine todos los deseos
que uno quiere para su país. Disculpad que divague, pero me ha venido a la
memoria un diálogo de la película Las
invasiones bárbaras. El protagonista que muere de cáncer está reunido con
su pequeña familia y sus más íntimos amigos y comienzan a charlar:
—Hemos sido de todo, parece
mentira: separatistas, independentistas, soberanistas, soberanistas asociacionistas…
—Bueno, al principio empezamos
siendo existencialistas.
—Leímos a Sartre y a Camus.
—Luego leímos a Frank Fannon y
nos volvimos anticolonialistas.
—Entonces leímos a Marcuse y nos
hicimos marxistas.
—Marxistas-leninistas.
—Trotskistas.
—Maoístas.
—Después leímos a Solyenitsin y
cambiamos de idea. Nos hicimos estructuralistas.
—Situacionistas.
—Deconstructivistas.
—¿Existe algún -ismo que no hayamos adorado?
—El cretinismo.
Edgardo me habló de la
globalización, de ese término que habían estado acuñando y que de un tiempo a
esta parte se ha convertido en el pan nuestro de cada día. La panacea para
algunos, el demonio para otros.
Con los años, ya lejos de Boedo,
he seguido escuchando hablar de la globalización, de sus pros y sus contras.
Usando un símil culinario (prácticamente cualquier cosa se puede explicar con
un símil de esta índole), el planeta tierra es un plato combinado, con patatas
fritas, huevos, panceta, guisantes, maíz… La globalización lo rompe todo, lo
mezcla una y otra vez, consiguiendo así una masa homogénea que mezcla sabores y
los hace prácticamente ilocalizables. Digamos que, a grandes rasgos y siendo
muy amable, eso es la globalización.
He recordado todo esto porque el
otro día vi un reportaje por televisión, era uno de estos documentales sobre
viajes. Una gran parte del reportaje se centraba en un mercadillo de la ciudad
de Bangkok. Allí se podía encontrar absolutamente de todo, pero sobretodo
falsificaciones; era un mercado de la falsificación: relojes, bolsos,
camisetas, pantalones, gafas de sol… Todo de marcas europeas o americanas,
altas marcas, marcas carísimas. Los objetos habían sido falsificados y
reproducidos a la perfección y, al parecer, se han convertido en el souvenir perfecto de Bangkok. Eso, por
alguna extraña razón, me hizo ir a Boeado; de una pantalla de televisor donde
salían imágenes de un mercadillo tailandés a un barcito de Boedo, rápido, como
un chasquido.
La globalización… Lo más
atractivo, lo más exótico e interesante de un país como Tailandia, de una
ciudad como Bangkok, son las falsificaciones de productos extranjeros. Miles de
situaciones me han llevado una y otra vez a Boedo… Pasear por la hermosa ciudad
de Pisa y ver cómo una franquicia de una famosa cadena de hamburgueserías
estaba llena a rebosar, ¿por qué preferís comer lo mismo que en vuestra ciudad,
no queréis una pizza de un local perdido en las callejuelas de Pisa?
Globalización. En una empresa de calzado, digamos Calzados Remigio S.A.,
adiestran a sus trabajadores con sistemas americanos y japoneses, cursos de
motivación, de liderazgo, de corporativismo, pensados para mentes niponas, y el
trabajador, sevillano sentado en la sala de reuniones escuchando cómo debe
divertirse en su lugar de trabajo, pero debe divertirse a la vez que produce. Y
se lo dicen con términos anglosajones. Globalización. De nuevo en Boedo, de
nuevo Edgardo sonriendo con sus diminutos ojos tras las gafas de aumento.
“Globalización, querido, globalización”. Y salgo del bar, nos despedimos, y
Buenos Aires brilla en la oscuridad, veo en la fachada de un edificio un cartel
luminoso, rojo y blanco, y una chica joven, guapa, bebiendo un refresco, una
leyenda te ordena: “Beba”, e imagino, como si fuese un pájaro, que recorro sus
calles desde arriba y luego más arriba, como un avión, ya no hay calles, hay
círculos de luz y líneas rectas iluminadas, y luego más arriba, como un
satélite. Y el tiempo se detiene en el espacio, y el espacio es inmenso, aún
incorrupto, y veo la tierra que gira lentamente, quizá es el satélite que gira,
no sé. De pronto bajo, rápido, demasiado rápido, los ojos se me llenan de
lágrimas, el viento escuece, de nuevo un avión, rápido, rápido, ahora otra vez
un pájaro y por fin yo mismo, y aterrizo, lento, como en una nube, y veo de
nuevo a esa chica, joven y guapa, bebiendo y el cartel me dice que beba, de
nuevo en Boedo, pero me giro, busco el bar, busco a Edgardo, pero no están en
su lugar, la Sagrada Familia, estoy de nuevo en Barcelona… ¿Pero y el cartel?
El cartel… de Barcelona a Boedo, de Boedo a Tailandia, ya no hay distancia, ya
no hay pasajes de avión, sólo una leyenda que te ordena: que beba yo, que bebas
tú, que beba él, que bebamos nosotros, que bebáis vosotros, que beban ellos…
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