jueves, 24 de octubre de 2013

A LA DERIVA

La escena es parecida al despiece de un edificio antiguo. Leí una vez que los japoneses estaban dispuestos a comprar el acueducto de Segovia y llevárselo pieza a pieza. Se desmoronaban apenas en el ascensor comenzaba la deconstrucción, los músculos se destensaban, se agarraban la una a la otra o se apoyaban contra el espejo, suspirando, como un pequeño y leve estertor. La cosa cambiaba si subían acompañadas, la agonía continuaba, la función continuaba.

Pero solían subir solas y comenzaban a desmoronarse en el ascensor. Abrían la robusta puerta del apartamento y la cerraban, terminando así una vida y comenzando otra,  los dos giros de la llave en la cerradura marcaban el inicio de la deconstrucción.  Una, un poco más ágil lograba sacarse los zapatos de tacón en el recibidor, la otra caminaba arrastrando las manos por las paredes hasta el dormitorio, donde desparramada en la cama se descalzaba.
Comenzaba un lento ir y venir por las habitaciones, se cruzaban sin mirarse, intentando recobrar el poco aliento que podían acumular, sólo intercambiaban miradas cuando una necesitaba que la otra le desabrochase la parte trasera del vestido o le desanudase el prieto lazo de la faja.  Espejo, pared, espejo, dos cuartos de baño contiguos, dos manos temblorosas apoyadas en el mármol del lavabo, dos miradas cansadas reflejadas en el espejo. Aplicaban crema sobre la piel aparentemente tersa bajo la densa capa de maquillaje y aparecían, insultantes, obscenas e impertinentes las flores de cementerio.
Glorias caducadas, que podrían romperse como una taza de porcelana si se golpearan, se sentaban en el inodoro con la cara brillante de crema, con una cinta en el pelo que recogía el pelo hacía atrás y al orinar, otro suspiro, otro estertor, vaciándose se desinflaban. Salían del cuarto de baño, juntas, siempre sincronizadas,  entraban en la cocina, una colocaba dos vasos en la encimera la otra sacaba agua de la nevera, un paquete de jamón de pavo y un par de naranjas. Platos y chuchillos eran transportados en silencio, arrastrando las pantuflas por el parqué, libres de la carga se hundían en el sofá, literalmente, se hundían entre almohadas y mantas, se acomodaban, acurrucándose, encontrando la postura para la inmovilidad.
Necesitaban ahora, la dosis de analgésicos necesarios para adormecerse, colocados en una cajita junto al sofá, sobre la mesilla, se repartían las píldoras, una rosada, una blanca, una de esas cuadradas, ¿media o entera? Media, la compartirán. Y finalmente el mejor, el más potente de los sedantes, una pantalla, una luz en la oscuridad, una ventana a un mundo irreal, a un mundo mejor.

Se detiene el tiempo, ellas sueñan que se detiene el tiempo, entre bocado y bocado de embutido, sonríen si alguien es criticado y critican con el mismo fervor, un grupo de hienas televisivas descuartiza al bufón de turno y participan del escarnio. Son dos, son cuatro, dos que languidecen en el sofá riendo gracias a imágenes que no les corresponden y dos que lloran, dos que se ahogan en su propio mar, un mar que ellas mismas han creado, que ellas mismas han forjado, gota a gota, con sus odios y sus envidias, les gustaría secarlo, pero a cada paso, un nuevo chorro les sale de los ojos, de la boca, de todos los poros y continúan llenándolo, continúan fraguando la tempestad en que se han metido ellas mismas y se lamentan de que los demás no anden a la deriva con ellas, como ellas. 

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