viernes, 18 de octubre de 2013

¿LLEVO PUESTA LA AMERICANA?

Había golpeado a un muchacho, lo golpeó hasta que cayó al suelo. No había razón, nunca la había, sólo pensó que parecía una gran idea. Era un arrogante, un estúpido, estaba borracho, tanto como él, decía estupideces y lo calló, casi le mete el puño en la boca, así lo hizo callar.

Los porteros del local lo echaron por la puerta trasera, resbaló con un charco y se golpeó contra un coche aparcado. “¡Qué os jodan gritó!”, ellos asintieron y se metieron de nuevo en el garito. Sonó una sirena a lo lejos, se intentó levantar, dio un par de pasos torpes y se derrumbó junto a la pared. Hace dos minutos estaba lo suficientemente lúcido como para pegar a ese estúpido y ahora apenas podía mantenerse erguido. Apoyó la espalda contra la pared y logró ponerse en pié. Se tocó el pecho y buscó en él su americana, no estaba, mira la pared del local y recordó que estaba dentro, se hurgó los bolsillos y encontró su paquete de cigarrillos, un paquete duro que algún liquido ya seco había convertido en una caja deformada, encendió un pitillo. Siguió buscando, encontró, un billete arrugado y un papel rosado, pequeño, era el resguardo de guardarropa.
Cuando apareció por la esquina, caminaba medianamente recto, en realidad era una línea en diagonal, su cabeza y su hombro derecho apoyados en la pared y los pies más alejados arrastraban su cuerpo no demasiado lento, no todo lo lento que cabría esperar de un borracho, hasta la puerta del local. Uno de los porteros  se acercó, él levantó la cabeza y lo miró, bizqueando y cerrando los ojos.
―¿Te conozco?
El portero no contestó, miró a su jefe  y sintió entendiendo su mirada.
―¿Te conozco?
―¿Qué quieres?
Levantó la mano derecha, cerrada, un puño amoratado y con alguna herida que ya no sangraba, el portero lo agarró por la muñeca y él abrió la mano mostrando el arrugado resguardo.
A la mañana siguiente, si hubiese despertado en su cama, recordaría el portero y se preguntaría por qué no le había golpeado, creyéndose el hombre más fuerte del mundo.
El portero sacó la americana y se la dejó en el hombro. “Lárgate” le dijo y él lo miró de nuevo, “Te conozco”, miró por encima del hombro del seguridad y vio al jefe, “Y a ese también lo conozco”, sonrió al jefe que seguía en la puerta y la mostró su dedo anular. “Me largo”, el portero asintió y observó, aún borracho como una cuba se detuvo el paso cebra y miró a ambos lados antes de cruzar tambaleándose hasta lograr aferrarse al semáforo del otro lado de la calle.
Le compró una cerveza a un paquistaní, y una empanada, una samosa que le hizo eructar, o fue el trago de cerveza fría, algo le hizo eructar y un grupo de muchachos se dio la vuelta ante el eco que había causado el regüeldo en el túnel donde comía su samosa y bebía su cerveza.
Los muchachos se acercaron, eran tres, tres jóvenes, él había sido joven como ellos, ya no lo era, en realidad si lo era, pero no tanto, se sentía viejo.
―Pero mira quien tenemos aquí. Dijo uno
―Te estábamos buscando. Dijo otro.
Él sonrió, asintió y volvió a sonreír, no hablo, simplemente se limpió los dedos grasientos con la servilleta que le había dado el paquistaní y apuró la cerveza dejando caer la lata a los pies de los muchachos.
Encendió un cigarrillo, el último, miró dentro del paquete y vio polvo de tabaco y nada. Lo arrugó y lo tiró junto a la lata. Uno de los chicos se acercó, él levantó la mano, el muchacho se detuvo.
―Espera, ya se lo que vamos a hacer… Me voy a terminar el cigarro y vosotros os vais a ir.
El que, durante esa noche se había convertido por azar en su alter ego, miró a sus compañeros mostrándole la sien. Como un resorte su cabeza salió disparada, estaba borracho, pero el chico estaba lo suficientemente cerca como para acertar de pleno. Entre la pared del tunel y los coches donde él estaba apoyado no había más de metro y medio, así que su cabeza impactó contra la del muchacho, y de rebote la cabeza del chico contra la pared, cayó redondo al suelo. Los otros dos intentaron evitar que cayera pero él estaba en medio tropezando y agarrándolos de las camisetas.
Cuando llegó la ambulancia, los muchachos ya no estaban. Había caído al suelo después de darle el cabezazo al chaval, pero no le había dado tan fuerte como él creía o como él esperaba y logró levantarse con bastante rapidez. Una vez un macarra le había roto un par de costillas con unas botas de puntera de hierro, eso sí dolía, eso eran patadas. Los puntapiés que le habían dado en la cabeza esos pipiolos no eran nada, pero ahí estaba como una colilla, en realidad junto a una colilla con la cabeza sangrando y el pecho ardiendo.
Los muchachos de la ambulancia se arrodillaron junto a él, y lo miraron, no supieron disimular, uno apartó la mirada, el que no lo hizo le agarró la cara con las dos manos, suaves, por el látex.

―¿Llevo puesta la americana?

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