martes, 29 de octubre de 2013

EL IDIOMA DE LOS CERDOS

Aún lo ve de vez en cuando por el barrio. Viejo y encorvado, un traje ajado con brillos, el pelo grasiento peinado hacia atrás, mal teñido de negro ala de cuervo. Tembloroso se enciende un cigarrillo resguardándose del viento en un portal, con sus gafas de sol de aviador. Con pasos lentos, torpes y artríticos cruza in extremis un paso cebra con un semáforo parpadeante, se apoya en un árbol y como siempre, sin perder la costumbre, odia entre dientes a una madre marroquí que lleva a su hijo a la escuela.

Recuerda la primera vez que lo vio, era más joven, ambos lo eran, pero el que hoy debe sostenerse cada equis metros en algún árbol o en alguna fachada era un hombre maduro, aún con cierta vitalidad, él por lo contrario no era más que un niño de nueve o diez años. Creía haberlo visto en la cola de la panadería, comprando medicamentos en la farmacia, pero nunca le había prestado atención, lo que si recordaba era como actuaba su padre cuando el hombre estaba cerca. En la farmacia, altivo, bien peinado con su mujer colgada del brazo, el mismo traje pero sin brillos, bien planchado y la camisa almidonada, su padre apretaba la mandíbula, y fungía mirar algún champú o rebuscaba una receta en la cartera aunque sabía perfectamente que no estaba ahí.  Pero la primera vez que lo vio no fue en ninguno de esos sitios, la primera vez que lo vio de verdad fue en el médico, en el mostrador del médico de cabecera.
Acompañaba a su padre a buscar las recetas para el colesterol, primero fueron las del colesterol y luego la de los triglicéridos. “Fíjate bien, esta es tu herencia, tu abuelo me lo dejó a mí y yo te lo dejaré a ti, se llama colesterol” Y reía, él aún no sabía reírse de ese chiste, lo haría años después con la primera revisión médica de la empresa donde el médico lo miró con ojos desorbitados y le dijo: “Señor, no sé qué está haciendo pero deje de hacerlo”, fue entonces cuando rió el chiste de su padre. Entraron en la consulta llena de gente como siempre, ancianas que contaban sus enfermedades al primero que se sentaba a su lado, madres primerizas que sostenían en brazos a sus bebés con el primer constipado, jóvenes con la mirada perdida de sueño que no soportaban la espera. Notó que estaba ahí, cuando su padre se tensó, no lo hacía a propósito, lo sabía pues apenas lo había visto, de reojo, pero notó como apretó un poco más su mano y como se colocaba en la cola sin preguntar siquiera quien era el último.
Él desde su perspectiva, un metro más abajo miraba hacía los adultos, en las alturas, primero la gente de la cola, una anciana con caminador y un abuelo que leía la prensa deportiva esperando su turno, luego a su padre que ya tenía la tarjeta sanitaria en la mano y por último al hombre del pelo teñido que encabezaba la fila. Una muchacha de piel morena y pelo corto lo atendió, no llegaron a escuchar las primeras palabras, sólo comenzaron a oír su voz cuando empezó a elevarla.
―Yo soy un hombre ocupado ―decía― no puedo esperar a que el médico atienda las urgencias, quiero que me atiendan inmediatamente.
La voz de la muchacha seguía siendo suave, por consiguiente sólo pudo ver su cara, agradable, conciliadora.
―Me da exactamente igual, que venga aquí alguien que mande de verdad, no quiero seguir hablando con usted.
La muchacha se cayó, pero no se movió del sitio. El hombre golpeó el mostrador, con la palma abierta y luego cerró el puño dejando inhiesto el dedo índice y señalando a la muchacha.
―Sudaca de mierda, no puedes venir a mi país y decirme lo que tengo que hacer. Si no fuese por nosotros aún llevarías taparrabos.
Lo notó, notó como las articulaciones de su padre crujían, como una hoja seca, parecía que un torrente eléctrico le había recorrido todo el cuerpo, desde la punta de los pies hasta el último pelo de la cabeza, sin soltarle la mano esquivó a la gente que le precedía en la cola y se acercó al hombre.
―Disculpe caballero.
Él lo miró, con los ojos coléricos, sin decir nada.
―Disculpe que le moleste, sólo quería mostrarle a mi hijo…
Miró al niño y el niño lo miró.
―Ves, esto es un fascista.

El hombre, trago saliva y miró a su alrededor. Ese día su padre no pudo tomar la pastilla del colesterol, se marcharon sin las recetas. Pero obtuvo un remedio, un remedio mágico contra la úlcera de estómago, hablar a un cerdo en su mismo idioma. 

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