Lo vio salir apresuradamente, supo que lo hacía para que no
lo viese llorar. Ella también hubiese llorado si le quedasen lágrimas, pero
tenía los ojos secos como las hojas que los árboles del jardín soltaban en ese
otoño gris. Lo vio salir, apresuradamente, sin darse la vuelta, nada
cinematográfico, pasando junto al bedel sin saludar, sin despedirse, cruzando
la calle sin mirar a los lados, apoyándose en el capó del coche con una mano y
con la otra tapándose los ojos.
En todos lados cuecen habas, decía su madre, la madre del
mismo hijo que era su hermano, tan cachafaz, tan vividor, tan distinto a ella,
pero sin embargo hijo del mismo vientre, hijo de la misma haba. Y tenía razón,
la vieja, la viejita, que en todos lados se cuecen las mismas habas, quizá no
las mismas, pero que se cuecen, se cuecen. Y la metieron en un asilo, claro que
lo hicieron, podían supongo por eso lo hicieron. La decisión fue suya, sólo suya, él estaba
demasiado ocupado desenredándose algunas faldas de las piernas o limpiándose
las manchas de vino del traje de la farra de la noche anterior, como un niño,
como un niño grande.
Algunas familias se desmiembran, y esa no era especial en
eso, también lo hizo, hermanos que dejaban de hablarse, primos que no se veían
en años, sólo en las bodas y en los entierros, algunos con los mismos trajes.
Se separan, se alejan, y su hermano el cachafaz, el pícaro, el pendenciero, se
desmarca y recupera a su hijo, un hijo abandonado y recupera a su padre, el
abuelo del niño, viejo, caducado, sonriente, con acento italiano. Recordará el
nieto, pasados los años, una nube negra en el pequeño apartamento, llegará a
casa, y un cirro oscuro cubrirá el ambiente, correrá a la pieza de su abuelo y
estará sentado en la cama con la plancha encendida, hundiéndose en el colchón
humeante. “La radio no funciona” dirá el abuelo, sonriente, italiano, caducado.
Lee el periódico, quieta y callada junto a la ventana, mirando
de vez en cuando las hojas secas, los árboles desnudos y pensará en sus nietas,
quiere una fotografía de sus nietas. Nadie se la pide, nadie hace nada, ella
tampoco lo hizo, ella también lo hizo, no hacer nada es hacer algo. Es ahora,
en el final del camino cuando los pecados pesan, cuando los arrepentimientos
afloran, debería, podría, no hice, quizá sí… Sólo su hermano, el deslenguado,
el impertinente y mal educado… el mal aprendido, se atrevía a decir, no se atrevía
simplemente decía, todo, todo lo que le pasaba por la cabeza, sus acciones no
eran filtradas. Recordaba cuando golpeó a su hijo, impertinente le faltó el
respeto al abuelo, él con esa mano de labrador, cerrada en un puño crujió su
cabeza contra la pared y quedó inconsciente en el suelo, nadie lo socorrió, ahí
quedó. El único que se atrevía a decir y a hacer, con todo lo que conlleva eso.
Y ahora, nadie se atrevía a hacer nada por ella. Y ya no podía llorar.
Educó a muchos niños, en el pueblo, la maestra, las madres
la sonreían, los padres la respetaban. Enseñó a muchos niños, ¿Qué paso con los
suyos? Antes, cuando era libre, cuando cuidaba de sus orquídeas, independiente,
viejita, encorvada, pero independiente, sonreía cuando sus hijos hacían alguna
cagada, una de tras de otra en realidad, sonreía, son sus hijos. Ahora,
encerrada, prisionera, con pañales, con purés sin sal, sin su hermano, que era
pura maldad, que era pura bondad, que en el crematorio la pira ardió durante
días de puro alcohol, sin su hermano, el cachafaz, sin su marido el locuelo, el
soñador, sin nadie alrededor, sin nadie a quien decir nada y sin las fotos de
sus nietas. Sólo hay una culpa, en todos lados se cuecen habas decía la
viejita, y tenía razón. Ella coció sus habas y de aquellos polvos vienen estos
lodos. La historia se repite. No hay más educación que la repetición de actos,
uno hace lo que vio hacer, una hará con los suyos lo que él hizo con los suyos.
Y ahora, sin las fotos de sus nietas, recuerda a la viejita, en el asilo,
sentada en la mecedora, con el chalecito sobre los hombres, pelo gris, boca
hundida sin dientes. Comienza a llover, tras los cristales, las hojas secas se
humedecen y el cristal se convierte en un espejo, su cara arrugada, pelo lacio,
blanquito, sentada en una silla se refleja en el agua del cristal, posa la mano
en la ventana y acaricia su reflejo, abriendo mucho los ojos, abriendo mucho la
boca, dice: “¿Mamá, eres tú?”
No hay comentarios:
Publicar un comentario