martes, 22 de octubre de 2013

LAS VEO, PASAN DE NOCHE, Y SE LO QUE HACEN

Me dijo que él las veía. Me acerqué a la cama y le acaricié la mano, la mano callosa, la mano anciana, la mano atada a la cama. Me apretó los dedos y repitió “Las veo, yo las veo. Pasan de noche y sé lo que hacen”.

Lo había peinado, pero la parte trasera de la cabeza, la coronilla y la nuca estaban húmedas y revueltas, apoyadas en la almohada. De vez en cuando olvidaba que estaba atado a la cama e intentaba levantarse. Lo hacía de forma natural, como intentando engañarme, para levantarse e irse, pero no podía y se enfadaba. Se había arrancado las vías, hacía dos noches, por eso lo habían atado. Que humillante.
Cada día le traía la prensa deportiva, se la leía, mira que ha dicho tal, mira a quien ficharán para la temporada que viene, se ha lesionado fulanito o se retira menganito. Creo que ya no le importaba. Él sólo sabía que de noche ellas pasaban y que eso que le servían no era café, seguro que no era café, cualquier cosa menos café.
―¡¿Cómo lo sabes?!, ¡¿Cómo sabes que estuve en la batalla del Ebro?!, ¡¿Cabrón, fascista?!
Me acerqué de nuevo y no me insultaba a mí, no sé a quién insultaba, pero no era a mí. Sus ojos me traspasaban, ojos legañosos, soñolientos, enrojecidos e iracundos.  Medio cuerpo incorporado y los brazos en tensión, puños cerrados y encías libres de dentadura, apretadas, rojas y brillantes.
―¡Cabrón, yo las veo de noche, quiero ir con ellas! ¡Pasan de noche, las veo, las veo…!
Se calmó al fin, se relajó de nuevo y le acaricié la frente, le pase los dedos entre el grueso pelo blanca, por la frente sudorosa y por las cejas. Se durmió. Miré por la ventana se veía el mar. Cuando terminaba de trabajar, bajaba del autobús cerca del Hospital y caminaba por el paseo. Esa noche entré como siempre por la rampa que conducía a la entrada de emergencias, la puerta principal a esa hora estaba cerrada. Apuré mi cigarrillo junto a unos camilleros que esperaban una urgencia y una mujer se me acercó. Magullada, pelo revuelto y maquillaje corrido. “¿Tienes un cigarro?” En la puerta de los hospitales nos volvemos terriblemente generosos, abrí el paquete y se lo acerqué, “Coge dos, la noche es larga”, “Sácalos tú, vete a saber lo que me ha pegado ese hijo de puta”, saqué dos pitillos y se los di, se alejó.
Cuando llegué a la habitación, estaba insultando a una enfermera. “Yo las veo hija de puta, las veo por la noche”. La muchacha me miró, estaba frente a la cama, me miró y sonrió:
―Está muy nervioso, le voy a dar un calmante.
Cálmate tú, él está calmado, sólo te está insultando.
―Déjalo, yo lo calmo, puedes irte.
Me senté en la butaca situada bajo la ventana, frente a la cama. Y lo miré, respiraba más pausadamente. Trajeron la cena y comió poco, un poco de puré y dos sorbos de agua, se negó a comer más. No estaba atento a la comida, miraba por encima del hombro, masticaba lentamente distraído sin quitar la mirada de la puerta, las luces se fueron apagando. Es probable que me durmiera antes que él, doblado en la butaca, con el cuello retorcido sobre una manta que hacía de almohada.
Dijo mi nombre, lúcido, despierto, como antes, el color de piel ya no era el amarillo de los últimos días, había revivido. Repitió mi nombre, abrí los ojos y lo miré.
―¿Lo ves? Ahí están. ¿Las ves?
Me acerqué a él, con la intención de calmarlo, pero no estaba nervioso, estaba reposado, tranquilo.
―No, no te acerques, vete fuera ahí están, llévame con ellas.
Salí fuera, miré a un lado del pasillo y al otro, nada. Lo miré a él y movió la cabeza hacía la izquierda. “Ves” me dijo. Salí de la habitación y recorrí el pasillo, pasando entre alguna camilla abandonada y alguna silla de ruedas sin piloto, llegué al final. Una sala con cuatro sillas, un ventanal que daba al paseo marítimo y la salida de emergencia, roja y gruesa. Oí voces, voces de mujer. Olí, aspiré el aire y lo comprendí todo, comprendí absolutamente todo. Corrí por el pasillo, y entré en la habitación. Sus ojos estaban abiertos, muy abiertos, ilusionados.
―¿Qué?
―Nos vamos con ellas, pero luego volvemos.
Desaté sus muñecas, le puse un albornoz y caminamos por el pasillo, lentos muy lentos, lo senté en una de las sillas y fuimos hasta la sala. Vi como olía y cerraba los ojos. Señaló la salida de emergencia. La abrí.
―Ahí están.
Era un grupo de enfermeras sentadas en las escaleras, frente a ellas, media botella de plástico, llena de agua y colillas. Entramos.
―Oigan, no pueden estar aquí.
Fumaban. Acerque la silla hasta una de ellas y me senté, sin hablar, saqué un cigarrillo lo encendí y se lo acerqué. Fumó y sonrió, mirándolas una a una. Caladas profundas, sonreía.
―¿Guardarán nuestro secreto? ―Me dijo una de ellas.

―El muchacho es mi nieto, guardará el secreto y yo… en fin yo me lo llevaré a la tumba. ―Dijo envuelto en una nube. 

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