Me dijo que él las veía. Me acerqué a la cama y le acaricié
la mano, la mano callosa, la mano anciana, la mano atada a la cama. Me apretó
los dedos y repitió “Las veo, yo las veo. Pasan de noche y sé lo que hacen”.
Lo había peinado, pero la parte trasera de la cabeza, la
coronilla y la nuca estaban húmedas y revueltas, apoyadas en la almohada. De
vez en cuando olvidaba que estaba atado a la cama e intentaba levantarse. Lo
hacía de forma natural, como intentando engañarme, para levantarse e irse, pero
no podía y se enfadaba. Se había arrancado las vías, hacía dos noches, por eso
lo habían atado. Que humillante.
Cada día le traía la prensa deportiva, se la leía, mira que
ha dicho tal, mira a quien ficharán para la temporada que viene, se ha
lesionado fulanito o se retira menganito. Creo que ya no le importaba. Él sólo
sabía que de noche ellas pasaban y que eso que le servían no era café, seguro
que no era café, cualquier cosa menos café.
―¡¿Cómo lo sabes?!, ¡¿Cómo sabes que estuve en la batalla
del Ebro?!, ¡¿Cabrón, fascista?!
Me acerqué de nuevo y no me insultaba a mí, no sé a quién
insultaba, pero no era a mí. Sus ojos me traspasaban, ojos legañosos,
soñolientos, enrojecidos e iracundos.
Medio cuerpo incorporado y los brazos en tensión, puños cerrados y
encías libres de dentadura, apretadas, rojas y brillantes.
―¡Cabrón, yo las veo de noche, quiero ir con ellas! ¡Pasan
de noche, las veo, las veo…!
Se calmó al fin, se relajó de nuevo y le acaricié la frente,
le pase los dedos entre el grueso pelo blanca, por la frente sudorosa y por las
cejas. Se durmió. Miré por la ventana se veía el mar. Cuando terminaba de
trabajar, bajaba del autobús cerca del Hospital y caminaba por el paseo. Esa
noche entré como siempre por la rampa que conducía a la entrada de emergencias,
la puerta principal a esa hora estaba cerrada. Apuré mi cigarrillo junto a unos
camilleros que esperaban una urgencia y una mujer se me acercó. Magullada, pelo
revuelto y maquillaje corrido. “¿Tienes un cigarro?” En la puerta de los
hospitales nos volvemos terriblemente generosos, abrí el paquete y se lo
acerqué, “Coge dos, la noche es larga”, “Sácalos tú, vete a saber lo que me ha
pegado ese hijo de puta”, saqué dos pitillos y se los di, se alejó.
Cuando llegué a la habitación, estaba insultando a una
enfermera. “Yo las veo hija de puta, las veo por la noche”. La muchacha me
miró, estaba frente a la cama, me miró y sonrió:
―Está muy nervioso, le voy a dar un calmante.
Cálmate tú, él está calmado, sólo te está insultando.
―Déjalo, yo lo calmo, puedes irte.
Me senté en la butaca situada bajo la ventana, frente a la
cama. Y lo miré, respiraba más pausadamente. Trajeron la cena y comió poco, un
poco de puré y dos sorbos de agua, se negó a comer más. No estaba atento a la
comida, miraba por encima del hombro, masticaba lentamente distraído sin quitar
la mirada de la puerta, las luces se fueron apagando. Es probable que me
durmiera antes que él, doblado en la butaca, con el cuello retorcido sobre una
manta que hacía de almohada.
Dijo mi nombre, lúcido, despierto, como antes, el color de
piel ya no era el amarillo de los últimos días, había revivido. Repitió mi
nombre, abrí los ojos y lo miré.
―¿Lo ves? Ahí están. ¿Las ves?
Me acerqué a él, con la intención de calmarlo, pero no
estaba nervioso, estaba reposado, tranquilo.
―No, no te acerques, vete fuera ahí están, llévame con
ellas.
Salí fuera, miré a un lado del pasillo y al otro, nada. Lo
miré a él y movió la cabeza hacía la izquierda. “Ves” me dijo. Salí de la
habitación y recorrí el pasillo, pasando entre alguna camilla abandonada y
alguna silla de ruedas sin piloto, llegué al final. Una sala con cuatro sillas,
un ventanal que daba al paseo marítimo y la salida de emergencia, roja y
gruesa. Oí voces, voces de mujer. Olí, aspiré el aire y lo comprendí todo,
comprendí absolutamente todo. Corrí por el pasillo, y entré en la habitación.
Sus ojos estaban abiertos, muy abiertos, ilusionados.
―¿Qué?
―Nos vamos con ellas, pero luego volvemos.
Desaté sus muñecas, le puse un albornoz y caminamos por el
pasillo, lentos muy lentos, lo senté en una de las sillas y fuimos hasta la
sala. Vi como olía y cerraba los ojos. Señaló la salida de emergencia. La abrí.
―Ahí están.
Era un grupo de enfermeras sentadas en las escaleras, frente
a ellas, media botella de plástico, llena de agua y colillas. Entramos.
―Oigan, no pueden estar aquí.
Fumaban. Acerque la silla hasta una de ellas y me senté, sin
hablar, saqué un cigarrillo lo encendí y se lo acerqué. Fumó y sonrió,
mirándolas una a una. Caladas profundas, sonreía.
―¿Guardarán nuestro secreto? ―Me dijo una de ellas.
―El muchacho es mi nieto, guardará el secreto y yo… en fin
yo me lo llevaré a la tumba. ―Dijo envuelto en una nube.
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