domingo, 20 de octubre de 2013

CRAC-CRAC

Siempre hay alguien con más huevos. Siempre habrá alguien con más huevos, más temerario, más violento, más fuerte, más audaz, más gilipollas, siempre lo habrá.

Le llamaban querubín, era un rubio de ojos azules, de estatura más bien ridícula, al principio no lo era, pero cuando fue creciendo y su estatura no lo hacía con él, si, era ridícula.
Estaba en un parque con sus colegas, en realidad tanto él como los demás sabían que no eran colegas, que simplemente bebían juntos, se drogaban juntos, robaban juntos, pero que a la mínima se separarían, como un montón de canicas amontonadas y pateadas, se dispersarían. Bebían cerveza y fumaban porros, sentados en un banco, frente a un lago artificial poco profundo y de agua verde.
Querubín jugueteaba con un bono transporte que había robado a unos chavales. Con Marco, un gordo, más parecido a un primate con sobrepeso que a un ser humano, siempre detrás, siempre siguiéndolo, como un perro faldero, pero que desaparecería, igual que las demás canicas.
Algunos de ellos conocían el ruido que acababa de sonar y por eso se levantaron, pero Querubín, tan valiente, con tanta calle no lo ubicaba, no sabía que era. Pero una vez lo has escuchado, ya nunca lo olvidas, una vez has escuchado ese ruido metálico, crac-crac podrás identificarlo a la perfección. Entre otros ruidos, entre todos los ruidos, podrás identificar el crac-crac y agacharte o cubrirte la cabeza o mearte en los pantalones, pero podrás identificar el crac-crac de una pistola.
Una mano huesuda, grande y huesuda amartilló una nueve milímetros, lento, convencido que algunos de ellos reconocerían el ruido, lento crac… muy lento, manteniendo el arma alzada… crac. Los primeros en levantarse fueron los hermanos Balboa, uno corrió hacia la derecha y otro hacía la izquierda y se chocaron como una película del gordo y el flaco.
Era de noche, el parque estaba dotado de unos focos, parecidos a los de los campos de fútbol de segunda división, grandes postes con un solo reflector, iluminaba con luz redonda el banco de madera, parte del agua verdosa y una montaña de latas de cerveza vacías.
―¿Pero qué? ―Dijo Querubín, que aún no había reaccionado al crac-crac.
Las manos huesudas que sostenían el metal negro, eran la avanzadilla de unos brazos delgados pero fuertes, de un cuerpo largo, como el de un alacrán. De tan delgado, de tan huesudo parecía que la piel se pegaba como cuero viejo, como cuero ahumado sobre el esqueleto. Tejanos usados, desgastados en las rodillas, zapatos negros de vestir, camisa blanca por dentro de los pantalones y una americana de cuero negro, colgando del hombro derecho, una mariconera también negra, lugar de donde segundos antes había sacado una nueve milímetros para bellum. Negra, delgada, engrasada, cargada, joder, claro que estaba cargada, un arma sin balas es lo mismo que una cerveza sin alcohol, como hacerle una paja a un muerto, no sacas nada de ella.
―Hola putitas.
Casi no alzó los pies para moverse, como un patinador ruso, como un atleta de élite, la suela de cuero se deslizó por el suelo de tierra hasta colocarse frente a la pareja cómica que acababa de chocar. Alzó la mano izquierda y agarrando a uno de ellos de la solapa de la chaqueta lo lanzó de nuevo contra el banco.
Querubín quiso reaccionar pero por fin vio el instrumento musical del cual salía el crac-crac, ese ruido que ya nunca olvidaría. Marco, gordo, torpe, sonriente, miraba con media lengua fuera, primero el arma, después la cara del hombre armado y luego el arma.
Separó el cigarrillo de la boca, despegando con cuidado el filtro de los labios. Entornando los ojos miró al cuarteto, primero a los hermanos Balboa, que apretaban los dientes, luego a Marco que parecía no poder meter ese pedazo de lengua en su jaula y por último al Querubín.
―Tu eres el Querubín.
Cuando salió de casa no tenía ni idea de a quien buscaba. Estaba sentado en el sofá, con un vaso de whisky y se quedó mirando la escena, dos niños histéricos, una madre que les interrogaba y que sólo conseguía arrancarles frases inconexas, sin sentido para algunos pero que él supo unir. “Querubín”, “Metro”, “Bofetadas”, “Bono bus”. Después lo niños escucharon el ruido de la caja fuerte que se cerraba y la puerta de entrada que se cerraba, nada más.
―¿Y tú quién coño eres?
―Tu madre, tu padre y los siete jinetes del apocalipsis soy. Gilipollas.
Sonaron los guijarros bajo sus pies cuando se acercó hasta quedar a escasos dos palmos del chaval, lo agarró por el cuello. La mano larga, piel y hueso, parecía una garra arrugando un papel de periódico, una mano larga y huesuda que rodeaba el cuello de Querbín.
―Gordo, ¿Sabes correr?
Marco consiguió guardar la lengua detrás de los dientes.
― Llévate a los gitanos cagando leches.
Se levantó poco a poco, la barriga le salía por debajo de la camiseta y miró al tipo y luego a los hermanos Balboa.
Rápido lo apuntó y el gordo y los hermanos desaparecieron por las escaleras que subían hacía la calle. Había pateado la canicas.
­―¿Toda esa cerveza te has bebido? Tendrás ganas de mear.
Querubín intentaba tragar saliva per la mano del hombre le presionaba la nuez.
Acercó el cañón del arma hasta la comisura de la boca del chaval y presionó, deformando la carne de la mejilla, deformando la boca que enseñaba los dientes como un perrillo acorralado.
―¿Tienes pipí mierda? Pues mea.
Un poco de saliva salió de la boca de Querubín.
―¡Qué te  mees!
Cuando se quedó solo en el parqué, se sentó en el banco, lejos del charco de orina, miró el arma y la guardó en la mariconera, hurgó en ella y sacó el paquete de tabaco, se encendió uno y exhaló el humo que se convirtió en una nube inmóvil bajo la luz del foco.
Miró al suelo y vio una lata intacta, la abrió y aún fría la cerveza se derramó por su gaznate. Sonrió y recordó al gordo corriendo, saltando las escaleras de dos en dos como un…
Crac-crac.

Reconocía el ruido, claro que lo reconocía. Ese parque, ese banco, se terminaría la cerveza, por si tenía que mear.

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