Siempre hay alguien con más huevos. Siempre habrá alguien
con más huevos, más temerario, más violento, más fuerte, más audaz, más
gilipollas, siempre lo habrá.
Le llamaban querubín, era un rubio de ojos azules, de
estatura más bien ridícula, al principio no lo era, pero cuando fue creciendo y
su estatura no lo hacía con él, si, era ridícula.
Estaba en un parque con sus colegas, en realidad tanto él
como los demás sabían que no eran colegas, que simplemente bebían juntos, se
drogaban juntos, robaban juntos, pero que a la mínima se separarían, como un
montón de canicas amontonadas y pateadas, se dispersarían. Bebían cerveza y
fumaban porros, sentados en un banco, frente a un lago artificial poco profundo
y de agua verde.
Querubín jugueteaba con un bono transporte que había robado
a unos chavales. Con Marco, un gordo, más parecido a un primate con sobrepeso
que a un ser humano, siempre detrás, siempre siguiéndolo, como un perro
faldero, pero que desaparecería, igual que las demás canicas.
Algunos de ellos conocían el ruido que acababa de sonar y
por eso se levantaron, pero Querubín, tan valiente, con tanta calle no lo
ubicaba, no sabía que era. Pero una vez lo has escuchado, ya nunca lo olvidas,
una vez has escuchado ese ruido metálico, crac-crac
podrás identificarlo a la perfección. Entre otros ruidos, entre todos los
ruidos, podrás identificar el crac-crac
y agacharte o cubrirte la cabeza o mearte en los pantalones, pero podrás
identificar el crac-crac de una
pistola.
Una mano huesuda, grande y huesuda amartilló una nueve
milímetros, lento, convencido que algunos de ellos reconocerían el ruido, lento
crac… muy lento, manteniendo el arma
alzada… crac. Los primeros en levantarse
fueron los hermanos Balboa, uno corrió hacia la derecha y otro hacía la
izquierda y se chocaron como una película del gordo y el flaco.
Era de noche, el parque estaba dotado de unos focos,
parecidos a los de los campos de fútbol de segunda división, grandes postes con
un solo reflector, iluminaba con luz redonda el banco de madera, parte del agua
verdosa y una montaña de latas de cerveza vacías.
―¿Pero qué? ―Dijo Querubín, que aún no había reaccionado al crac-crac.
Las manos huesudas que sostenían el metal negro, eran la
avanzadilla de unos brazos delgados pero fuertes, de un cuerpo largo, como el
de un alacrán. De tan delgado, de tan huesudo parecía que la piel se pegaba
como cuero viejo, como cuero ahumado sobre el esqueleto. Tejanos usados, desgastados
en las rodillas, zapatos negros de vestir, camisa blanca por dentro de los
pantalones y una americana de cuero negro, colgando del hombro derecho, una
mariconera también negra, lugar de donde segundos antes había sacado una nueve
milímetros para bellum. Negra,
delgada, engrasada, cargada, joder, claro que estaba cargada, un arma sin balas
es lo mismo que una cerveza sin alcohol, como hacerle una paja a un muerto, no
sacas nada de ella.
―Hola putitas.
Casi no alzó los pies para moverse, como un patinador ruso,
como un atleta de élite, la suela de cuero se deslizó por el suelo de tierra
hasta colocarse frente a la pareja cómica que acababa de chocar. Alzó la mano
izquierda y agarrando a uno de ellos de la solapa de la chaqueta lo lanzó de
nuevo contra el banco.
Querubín quiso reaccionar pero por fin vio el instrumento
musical del cual salía el crac-crac,
ese ruido que ya nunca olvidaría. Marco, gordo, torpe, sonriente, miraba con
media lengua fuera, primero el arma, después la cara del hombre armado y luego
el arma.
Separó el cigarrillo de la boca, despegando con cuidado el
filtro de los labios. Entornando los ojos miró al cuarteto, primero a los
hermanos Balboa, que apretaban los dientes, luego a Marco que parecía no poder
meter ese pedazo de lengua en su jaula y por último al Querubín.
―Tu eres el Querubín.
Cuando salió de casa no tenía ni idea de a quien buscaba.
Estaba sentado en el sofá, con un vaso de whisky y se quedó mirando la escena,
dos niños histéricos, una madre que les interrogaba y que sólo conseguía
arrancarles frases inconexas, sin sentido para algunos pero que él supo unir.
“Querubín”, “Metro”, “Bofetadas”, “Bono bus”. Después lo niños escucharon el
ruido de la caja fuerte que se cerraba y la puerta de entrada que se cerraba,
nada más.
―¿Y tú quién coño eres?
―Tu madre, tu padre y los siete jinetes del apocalipsis soy.
Gilipollas.
Sonaron los guijarros bajo sus pies cuando se acercó hasta
quedar a escasos dos palmos del chaval, lo agarró por el cuello. La mano larga,
piel y hueso, parecía una garra arrugando un papel de periódico, una mano larga
y huesuda que rodeaba el cuello de Querbín.
―Gordo, ¿Sabes correr?
Marco consiguió guardar la lengua detrás de los dientes.
― Llévate a los gitanos cagando leches.
Se levantó poco a poco, la barriga le salía por debajo de la
camiseta y miró al tipo y luego a los hermanos Balboa.
Rápido lo apuntó y el gordo y los hermanos desaparecieron
por las escaleras que subían hacía la calle. Había pateado la canicas.
―¿Toda esa cerveza te has bebido? Tendrás ganas de mear.
Querubín intentaba tragar saliva per la mano del hombre le
presionaba la nuez.
Acercó el cañón del arma hasta la comisura de la boca del
chaval y presionó, deformando la carne de la mejilla, deformando la boca que
enseñaba los dientes como un perrillo acorralado.
―¿Tienes pipí mierda? Pues mea.
Un poco de saliva salió de la boca de Querubín.
―¡Qué te mees!
Cuando se quedó solo en el parqué, se sentó en el banco,
lejos del charco de orina, miró el arma y la guardó en la mariconera, hurgó en
ella y sacó el paquete de tabaco, se encendió uno y exhaló el humo que se
convirtió en una nube inmóvil bajo la luz del foco.
Miró al suelo y vio una lata intacta, la abrió y aún fría la
cerveza se derramó por su gaznate. Sonrió y recordó al gordo corriendo,
saltando las escaleras de dos en dos como un…
Crac-crac.
Reconocía el ruido, claro que lo reconocía. Ese parque, ese
banco, se terminaría la cerveza, por si tenía que mear.
Jajajajajajajajaj, joder esto me suena!!!!
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