miércoles, 9 de octubre de 2013

LA PEQUEÑA EVASIÓN

La historia que voy a contarles sucedió hace más de veinte años, es una historia real, sucedió un lunes de no sé qué mes. No hacía frío, pues no íbamos abrigados, lo recuerdo perfectamente, yo llevaba una camiseta de manga corta y mi mochila de plástico azul con un dibujo de Espinete, ese extraño erizo que vivía desnudo y dormía con pijama.

El edificio era, en realidad sigue siendo, una especie de castillo en medio de la ciudad, una extraña construcción con cúpulas arabescas y grandes ventanales. Era mi escuela. Tenía un patio asfaltado, con canastas y porterías, fuentes y una pared de cemento que simulaba la montaña para que los niños escalasen. Dentro, pasillos y escaleras se imbricaban formando una suerte de laberinto que por lo menos a mí me parecía de película de terror.
Como en todos los colegios el momento que sonaba la campana para salir al recreo era una locura, hordas de renacuajos sedientos de diversión salían en desbandada por las puertas que conducían al patio. Las niñas en un rincón saltando a la comba, niños jugando a fútbol, a las canicas, con la peonza, corros de debate ―a saber que se debatía en esa época y a esa edad―, si pudiéramos ver el escenario a vista de pájaro, se asemejaría a un hormiguero enloquecido. Disfrutábamos pues, como los presos, de nuestro rato de esparcimiento, de libertad vigilada, sabíamos cuanto duraba exactamente, sabíamos que la sirena sonaría cuando tuviese que sonar y que la diversión terminaría, tan rápido como había comenzado.
Pero ese día todo fue distinto. Se notaba en el ambiente, la rutina no era la habitual, había cosas que no encajaban. Tres niños, tres elementos que como diría cualquier abuela: “Son carne de presidio”, tres mocosos estigmatizados por su comportamiento asilvestrado no se hacían notar. Trío inseparable que no tramaban una buena, que salían al recreo y siempre liaban alguna, ese día aunque se salió de la rutina no fue tan distinto en eso. La sirena sonó, y todos nos quedamos extrañados, era demasiado temprano, nos mirábamos los unos a los otros, ¿qué sucedía?, ¿qué habíamos hecho? Salieron todos los profesores, como pastores a recoger sus rebaños, dando palmadas y gritos para recogernos en el interior. Fue entonces cuando lo vi, vi a un profesor encaramado a la pared de cemento y aferrarse a un barrote, un barrote que formaba una valla que separaba el mundo real de nuestra escuela, el barrote cedió y cayó al suelo, clonc-clonc dos golpes secos y nos quedamos en silencio, hasta que alguien dijo: “Se han escapado”. ¿Se han escapado?
Nos comportábamos como presos descontrolados, saltábamos y gritábamos, nos abrazamos y palmeamos la espalda del que tuviésemos más cerca, lo habían conseguido, habían logrado el sueño de cada uno de nosotros. Se habían fugado.
Contaré el final, pues no tiene nada de emocionante, fueron capturados a los veinte minutos, eran del barrio, las madres andaban cerca, comprando o  haciendo sus tareas y una conocida los encontró y los trajo arrastrando de las orejas. Contaré el cómo, un plan urdido a la perfección. Durante días, un par de semanas contaron luego cada recreo uno de ellos escalaba  a lo más alto de la falsa montaña hasta llegar a los barrotes, y sacaba una lima. ¡Una lima! Pero no una lima de las uñas que podría haberle hurtado a su madre, una lima de su padre, de la caja de herramientas de su padre, parece ser que localizaron el aparejo y no comprendieron como, por sus dimensiones, pudo el chaval manejarlo con tanta soltura. Serraron pues. poco a poco un barrote, por su base y por el cabezal, de a poco lo fueron desgastando hasta que llegó el día, el día en que todos estaban preparados, mochilas, con agua y bocadillos, estaban dispuestos a llegar hasta el final. Se fugaron, una evasión perfecta, como digo, si no fuese por la madre que los interceptó a medio camino.

Quizá no tiene ninguna importancia saber dónde iban aquellos muchachos, tampoco tiene mucho sentido si realmente han terminado en el presidio como decían las abuelas, lo único que tiene sentido es como tres mocosos que no levantaban tres palmos del suelo vulneraron la seguridad de lo que a nuestros ojos parecía Alcatraz. Desde entonces, y para siempre, hasta que terminaron nuestras vidas en ese colegio y fuimos diseminados, ellos fueron, los héroes, los mitos en ese pequeño mundo amurallado.

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